Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Rendirme ante la Vida

Llevo casi un mes sin escribir nada en esta página, y a punto he estado de cerrar el blog.

Ha sido un mes intenso, lleno de emociones y de sentimientos encontrados. Sin apenas tiempo para otra cosa que no haya sido un ir y venir constante de acá para allá, intentando recolocar cosas en el corazón de otras personas, aliviar pesos ajenos e intentar pacificar y calmar el camino hacia adelante de personas amadas, cuyas mochilas pesan demasiado y no acaban de ver ninguna luz que ilumine su sendero.

Cuando conseguí detenerme, por fin, tan solo me quedaron ganas de sentarme en mi rincón, de crear un espacio de calma y de sosiego para mi misma. Levantar enormes murallas que nadie pudiera atravesar y donde el silencio fuera mi único compañero.

Pero entonces me encontré conmigo misma, con mi propia mochila cargada hasta los topes, y mis propios ruidos que me impiden disfrutar del silencio.

Ayer le decía a una amiga que tengo tantas lágrimas acumuladas que me duelen los ojos de tanta presión. Me duelen de verdad.

No tengo ningún propósito especial para el nuevo año. Ni siquiera el eterno dejar de fumar.

Me conformo, que no es poco, con ser capaz de aprender a llevar esa mochila aligerándola a cada paso, desprendiéndome de aquello que no necesito, aceptando que el mundo Es, que las personas Son, y que no está en mi mano cambiar nada que no desee ser cambiado, ni tengo ningún derecho a intentar hacer un mundo a mi propia medida.

Aceptar las cosas como son y querer a la gente como es, aceptando -incluso-que no me quieran como soy,  ese es el primer paso que tengo que dar para soltar lastres de dolor y de frustración que, definitivamente, no hacer más que generarme más dolor y sentimientos de decepción y de impotencia.

Seguimos caminando y seguimos aprendiendo, aunque cierto es que no siempre me gusta aquello que tengo que aprender, y ofrezco toda la resistencia posible a asimilarlo porque, egoístamente, me encantaría que las cosas fueran de otro modo.

A pesar de todo esto, sigo creyendo firmemente en la Vida, y sigo creyendo en el abrazo de la gente que me quiere.

A pesar de todo, quiero seguir caminando por la Vida, pese lo que pese mi mochila, abandonándome a ella, rindiéndome ante ella. Sé que rendirse ante la Vida, ponerse en sus manos con fe y con confianza, es el mejor, el único camino, porque la Vida nunca, nunca, te traiciona ni te engaña en sus caminos, somos nosotros mismos quienes lo hacemos cuando le oponemos esa resistencia tan dura, en un empeño de caminar hacia donde creemos que es mejor, de alcanzar aquellos destinos donde creemos que encontraremos la felicidad y la paz.

Oponerse y guerrear con la vida no es la mejor opción, eso lo tengo ya claro. Pero mi propia estupidez me lleva a hacerlo constantemente.
Prefiero ser su aliada, si me deja. Y seguro que lo hace.

Enfrentarse a los conflictos

 
Existen personas que parecen especialistas en generar conflictos, y esto les afianza su autoestima porque se sienten seguros reafirmándose en sus argumentos, sus ideas, sus comportamientos, su actitud ante la vida y ante los demás.

Existen también aquellos que huyen de los conflictos y guardan silencio, cierran los ojos, o dan media vuelta cuando se los ven venir. Aquellos que no se implican y continúan su camino y su vida cotidiana tranquilamente, sintiéndose por ello personas pacíficas y fieles militantes de la no-violencia.

Y luego están, también, aquellos que se ven inmersos en un conflicto, que asumen su parte de responsabilidad en él, y no saben como manejarlo o, incluso, se sienten culpables por no haberlo sabido evitar o por no ser capaces de resolverlo.

El otro día formé parte desde fuera de un debate en este sentido y fui testigo de como una amiga sufría por encontrarse en este último caso.
Está claro que cualquier aportación en este sentido, no deja de ser una visión personal y subjetiva, máxime cuando no cuento con información de todos los elementos del conflicto establecido, pero si puedo afirmar que entendí el sufrimiento de aquella persona y que lo hice mío.

Ya Gandhi, el ideólogo de Satyagraha, nuestra máxima referencia cuando pensamos en la noviolencia, expresaba que cualquier cambio, personal o social, habitualmente venía precedido por un conflicto. No es fácil que en nuestra sociedad los cambios se produzcan por “generación espontánea” si previamente las posturas subjetivas que todos adoptamos no son objeto de debate, incluso de conflicto. El propio Gandhi lo generó en la India, o Jesús en Palestina. Y ambos lo generaron entre sus propios seguidores y sus discípulos.

Si partimos de la base de que cada uno de nosotros somos producto de todo aquello que nos fueron inculcando, de nuestras experiencias vitales, de la influencia de nuestro entorno, de nuestros propios miedos, y de los propios mecanismos de defensa que hemos ido generando, es lógico que cada uno, aun teniendo mucho en común, veamos y experimentemos las cosas de distinta manera y, por lo tanto, es lógico que esta visión subjetiva de nosotros mismos y de nuestro entorno genere conflictos con los demás.

Es imposible no tenerlos con nuestra familia, con nuestros vecinos, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros amigos, incluso con nosotros mismos. Pero eso, lejos de ser algo negativo, es algo necesario para nuestro propio aprendizaje, nuestro crecimiento personal, y para que, entre todos, consigamos ese punto de acercamiento, de compasión, que nos acerca a una vida de convivencia armónica.

Creo que lo negativo no es experimentar o formar parte del conflicto, sino la manera en que seamos capaces de resolverlo y encontrarle solución. Despojarnos de nuestra máscara, de esa armadura que nos pusimos para caminar por la vida protegidos bajo cualquier identidad que inconscientemente fuimos adoptando. Intentar desde el amor y la compasión (bien entendida) colocarse en el lugar de quien tenemos enfrente y establecer ese debate rico y productivo que nos ayuda a acercarnos un poco más a la Verdad y que nos aúna en lugar de separarnos.

Cierto es que este debate es a veces imposible cuando nuestro interlocutor (sea persona, grupo o nación) no está por la labor de despojarse de esa armadura que lo deja desnudo y le hace sentir frágil y vulnerable ante los demás.
También, en ocasiones, el debate acaba en un conflicto verdaderamente violento, incluso agresivo, cuando una de las dos partes se ofusca en mantener su visión y sus argumentos por encima de los demás, incluso –a veces- por encima de aquello que consideramos sentido común, incluso cordura y, desde luego, con una ausencia absoluta de respeto hacia el otro.
Y entonces regresamos a casa, como mi amiga, con una mezcla de culpabilidad y frustración por haber formado parte de un conflicto que, además, lejos de resolverse, ha marcado más distancia y, en ocasiones, ha generado un dolor inmenso en nosotros porque nos han herido en lo más hondo en aquel intento desesperado del otro por mantenerse firme en su posición a costa, incluso, de culparnos, catalogarnos, etiquetarnos de mil maneras diferentes, incluso con agresividad y de manera cruel.

¿Qué nos queda entonces? No podemos hacer otra cosa que no sea meterse en la piel de quien hemos tenido enfrente, de intentar entender qué cosas le han llevado hasta ahí, cuánto de inseguridad y de miedo, cuánto de ese orgullo y esa presunción que nos esclaviza y nos convierte en nuestras propias víctimas, ha tenido que ir desarrollando a lo largo de su vida para poder sobrevivir socialmente sintiéndose protegido y valioso.

Y cuando lo vemos ante nosotros de esa manera, nos queda la compasión y el perdón ante el dolor que nos han causado y, sobre todo, la capacidad enorme que todos albergamos de resolver el conflicto por lo menos, en nosotros mismos y retomar nuestro propio equilibrio.
La sensación de impotencia y el dolor ante la agresividad, la falta de respeto, el ataque o el insulto del otro se entremezclan muchas veces, y es lo que solemos llevarnos a casa en esas ocasiones. Pero es ahí donde tenemos que sacar nuestra caja de herramientas y utilizar ese armamento que guardamos y que actúa de bálsamo para el alma.

Tal vez la vida nos de una nueva oportunidad para el diálogo y para retomar el acercamiento entre nosotros. Tal vez, no. Pero siempre nos queda nuestra actitud de perdón hacia el otro y hacia nosotros mismos.

Lo que está claro es que la vida necesita de personas valientes, que sean capaces de caminar con la mirada puesta también en los demás, no huyendo de los conflictos, sino dispuestos a afrontarlos desde el respeto, la humildad y la compasión.

Todos aquellos que aspiramos a vivir en un mundo más pacífico, en una sociedad más justa y equilibrada, tenemos que aprender a utilizar el Satyagraha de Gandhi y asumir que el cambio rara vez se produce sin el estallido previo de la crisis y el conflicto, y que lo fundamental no consiste en huir de ello, sino en la actitud con que somos capaces de afrontarlo y las acciones que realizamos para resolverlo

Y, por encima de todo, aprender a perdonar y a perdonarnos cuando, en el fragor de la batalla, herimos o nos hieren profundamente.

A fin de cuentas, aunque nos vestimos con uniformes de ejércitos diferentes y asumimos el papel de soldados defensores de nuestras propias causas, es importante recordar que, en el fondo, todos estamos en el mismo bando, unos más adelante y otros en la retaguardia.

Desde esta certeza como punto de partida, siempre tendremos ganada, no la batalla, sino la guerra entera.

MI COMPAÑERA ABIR. (IRAK)

Circunstancias personales me han llevado a recuperar algo que escribí para la web del Proyecto Ávalon-Iniciativa para una Cultura de Paz  en el año 2006
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Ella colabora como voluntaria en nuestro proyecto de paz, en Andalucía. Cubre su cabeza con un velo y a su Dios le llama Allah. Si la tristeza tiene un nombre, hoy he sabido que ese nombre es el suyo: Abir. 

Ayer, una bomba se llevó a varios miembros de su familia, en Bagdad. Una bomba que ni siquiera sabe quién puso, porque su madre le ha explicado, a través del teléfono, que ya no se sabe quién pone las bombas, que nadie sabe ya quién es el enemigo. 

—Sales a la calle y... te matan.... y uno mata a otro y uno mata a otro... 

—¿Qué hago? —me decía— ¿Qué hago? 

Y ella quiere volar, volar, volar. Quiere estar allí, junto a los suyos, y abrazar a su madre y llorar a sus muertos. No le teme a la muerte, me decía, tan solo quiere abrazar a los suyos y compartir su amor. Lo desea, sobre todo, porque a veces siente que tal vez nunca más los vuelva a ver. No siente odio. Ni siquiera sabe a quién tiene que odiar. Solo siente una terrible impotencia, y una profunda e infinita tristeza. 

Y, de repente, mientras la escuchaba, he puesto rostro a cada una de las centenares de víctimas de Irak: el rostro de Abir. 

Ya no nos manifestamos en las calles. Ya se pasó el tiempo. Como con todo, ya nos hemos acostumbrado a los muertos. Vuelven a ser, tan solo, una cifra más; y pasamos la hoja del periódico donde la reflejan buscando noticias nuevas porque “esa” ya nos la sabemos. Es la misma de ayer, tan solo varía en algo el número de víctimas. 

Pero hoy, mejor que nunca, he comprendido que esas cifras tienen nombre, y he sabido que antes de morir tenían miedo. 
Y hoy, más que nunca, he sentido su miedo, su dolor y su desesperanza. 

En este momento me sobran los argumentos y las mentes lúcidas que debaten dónde está el origen del conflicto y cuáles son sus posibles soluciones. No hay argumentos ni excusas que me valgan. Es el corazón quien ha cogido las riendas de mi lucha y él no sabe de argumentos. 

En este momento, solo quiero estar cerca de Abir y compartir su llanto y el de todas las Abir que hay en el mundo. Y, como ella, solo quiero volar hasta su lado y abrazarlas. 

El mejor consuelo que podemos ofrecer a nuestra compañera y el mejor homenaje que podemos rendir a todas las víctimas de la violencia, sea cual sea su origen, es que hoy, cuando ojeemos las páginas del periódico, pongamos un rostro y un nombre a cada una de esas víctimas y hagamos nuestra su desesperanza, su vulnerabilidad y su miedo. 

Porque solo cuando seamos capaces, de verdad, de hacer nuestros sus nombres, de sentirlos cerca, de abrazarlos allá donde estén, y sean quienes sean, estaremos preparados para sentarnos a debatir qué y cómo podemos hacer las cosas para que todo esto cambie. 

Como siempre, el cambio empieza por nosotros mismos. O lo hacemos, o aquí nunca cambiará nada. 

Hagámoslo por Abir, por lo suyos, por los otros y por cada uno de nosotros mismos.


Triunfar en la Vida


Como quieres que, últimamente, me he visto implicada en varias conversaciones en las que, de un modo u otro, ha surgido aquello de “triunfar en la vida” o “fracasar en la vida”

A estas alturas, a veces sigo sin dar crédito a expresiones de este tipo cuando, además, observo que hacen referencia a personas concretas que conozco y que se encuentran en uno u otro grupo.

Así, observo como se dice que han triunfado en la vida quienes han llegado lejos en sus carreras profesionales, tienen una elevada posición económica y social, han logrado componer una familia estable mediante un matrimonio duradero...; y no te quiero ni contar cómo han triunfado en la vida aquellos que, además, han conseguido adquirir cierta fama y aparecer en los medios de comunicación por cualquier motivo.

Desde ese punto de vista, yo soy una fracasada a medias, es decir, de esas del montón, que no he conseguido llegar muy lejos en ninguna de esas cosas que acabo de relacionar. Y desde ese punto de vista, la inmensa mayoría de gente de la que me rodeo se encuentra en la misma tesitura.
Camino rodeada de personas que están hasta el cuello con su hipoteca o lo pasan mal para pagar el alquiler mensual de su vivienda. Evidentemente, ninguno cambia de coche cada dos por tres y, sin embargo, sí han cambiado en ocasiones de pareja porque, según lo establecido, han tenido mala suerte al elegir quien debe acompañarles durante toda su vida (aunque, según ellos, han sido-sencillamente- incapaces de controlar su corazón).

Estoy hasta el moño de esas varas de medir que constantemente sacamos de nuestro cajón para catalogar y ordenar a las cosas y a las personas según nuestros esquemas mentales, perfectamente estructurados por la sociedad prosaica en la que nos desenvolvemos.
He llegado ya a esa etapa de la vida en la que todo se ve desde una perspectiva diferente.  A mis 20 años me comía un mundo que, finalmente, no he tenido tiempo de acabarme porque la vida ha resultado transcurrir más deprisa de lo que pensaba y, además, he descubierto que es infinitamente más breve de lo que imaginaba entonces.
Y desde este punto vital en que me encuentro, tengo ya la suficiente información acerca de la vida, para poder establecer mis propias categorías de triunfadores y fracasados.

Cualquiera de mis amigos fracasados ha sido un eterno adolescente: soñadores, buscadores, valientes, implicados con su entorno y con la gente, solidarios, alegres y, a veces, un tanto inconscientes... No han realizado viajes de negocios alojándose en grandes hoteles, más bien han saltado de ciudad en ciudad, o de país en país, con una ligera mochila a la espalda en la que siempre dejaron un hueco para el libro, el cuadernillo y el lápiz. Han viajado mezclándose con la gente, intercambiando culturas, costumbres y tradiciones,... siempre aprendiendo, siempre compartiendo, siempre conociendo y dejando atrás nuevos abrazos en cada despedida.
Cualquiera de mis amigos fracasados ha encontrado el tiempo suficiente para compartir con la gente que quiere espacios para sentarse en silencio al atardecer, y largas madrugadas para llenar de diálogos y risas, o de cálidos abrazos cuando nos hemos sentido tristes.
Cualquiera de mis amigos fracasados puede mostrarse ante su mundo como quiere y como son: encantadoramente humanos e imperfectos. Cualquiera de mis amigos fracasados tiene los armarios, los bolsillos y las manos llenos de amor, de sueños, de experiencias. Han sabido disfrutar como nadie del mar –que han hecho suyo-, de cada árbol –que han hecho suyo- de cada águila, flor o mariposa –que han hecho suyas.

Porque todos mis amigos fracasados aprendieron a vivir, luchando contra esas estructuras creadas para encadenarnos a normas morales –generalmente impuestas por aquellos que practican la doble moral-, y a costumbres sociales y pensamientos establecidos por aquellos que tienen el poder para aplicarlos, y cuya supremacía peligra cuando algunos dejamos de seguirlos.

También tengo amigos que han triunfado, pero no tienen mucho tiempo, la verdad, para compartirlo conmigo ni con nadie. Cuesta mucho mantener el equilibrio en el fino hilo de los triunfadores y, en un descuido, cualquiera puede llegar desde detrás y empujarles para hacerse sitio; tienen demasiado trabajo añadido para cuidar de no perder aquello que han conseguido con tanto esfuerzo. Eso sí, como han triunfado en la vida, planifican y ordenan cuidadosamente sus días con la pasmosa exactitud que les marca su Rolex (que, por cierto, tienen demasiado miedo de perder).

Y tal y como indican las normas, costumbres, pensamientos y esquemas establecidos, cualquiera podrá decirme que todo esto lo pienso y lo digo porque me ha tocado estar en el bando de la gente que no ha triunfado en la vida. Pero es que, a mí, me da igual lo que piensen.

Cada vez más despreocupada, mi mayor ocupación consiste en ir soltando lastres. A mí, lo que me importa, es que esta tarde voy a caminar con mi amiga al atardecer, sin prisa. Y en el balcón de mi casa todavía hay margaritas de las que conozco la textura de cada uno de sus pétalos, y ramas de hierbabuena que me devuelven su perfume cada vez que las acaricio.
Y que dentro de unos días viajaré a Sevilla y sentiré el abrazo de otra gente, anónima y sencilla, con la que me reúno a menudo, debato y comparto el sueño de dejar a nuestros hijos una nueva sociedad de triunfadores auténticos, de gente que sonríe, que abraza a sus amigos, que comparte su tiempo y su cartera con el de al lado, y que sueña y se afana por transformar un mundo donde no quede ni un solo niño sin sonrisa, sin merienda, y sin futuro.

Y yo, que soy madre, a mis hijos tan solo les repito que no espero nada de ellos en esta vida; tan solo que sean auténticos triunfadores, es decir, que no hagan daño a nadie, que asuman su responsabilidad con respecto a la vida de los demás y al cuidado de la naturaleza, y que sean, ante todo, felices.
Y para todo ello no hace falta nada más que estar bien despiertos en todos los sentidos, para ser capaces de distinguir el tipo de vida o de Vida en la que queremos triunfar; y, eso, ya nos viene dado en un “pack” desde el mismo momento en que llegamos al mundo. El problema es que a veces nos quedamos dormidos y, entonces, siempre hay alguien que aprovecha sibilinamente para colocarnos las cadenas, enseñarnos lo que está bien y lo que está mal, y cargarnos con el lastre de la felicidad que se compra en los centros comerciales, en las inmobiliarias o en las iglesias.

Un lastre con el que, como no despertemos a tiempo, tendremos que cargar el resto de nuestra vida, sintiéndonos triunfadores o fracasados, en función del valor material, o el reconocimiento social que arrastremos.

Ni mis amigos ni yo aprendimos nunca a hacer dinero. Es cierto que hemos fracasado en ello, y también es cierto que a veces nos desesperamos por no saber hacerlo a pesar de trabajar incansablemente desde siempre. Pero no hemos encontrado la fórmula de ganar dinero sin acabar, de un modo u otro, dentro de esa estructura social que valora tan solo el esfuerzo que realizas en una única dirección: la de mantenerla a salvo y alimentarla.

En realidad, adoro a mis amigos, esos auténticos triunfadores de la Vida, que hacen equilibrios para llegar a fin de mes, a pesar de su trabajo tenaz y perseverante, pero encuentran siempre un hueco para compartir un café o pasear por el campo, mientras me cuentan sus sueños y sus nuevos planes para cambiar el mundo. Que les preocupa la justicia social más que el recorte de su salario; que huyen de los prejuicios, que no les guía otra bandera que no sea la de la libertad y la armonía entre las gentes de cualquier lugar, que se conmueven ante una nota musical, una mirada, o el tacto del viento en su piel, y que agradecen la llegada del nuevo día disfrutando de cada instante como del mejor y más auténtico de los regalos, y del amor como del mas preciado de sus tesoros.

Como decía Benedetti,  “Con gente como esa, me comprometo para lo que sea por el resto de mi vida, ya que por tenerlos junto a mí, me doy por bien retribuido”


El estanque de Rozaleme.

 Rozaleme. 1995
Mi ciudad era tan hermosa como su propio entorno.

Situada en un llanura plagada de viñedos y de huertas, y rodeada de montañas boscosas por el norte y por sur. Hacia el este, más allá de los viñedos, la carretera te acercaba hasta los campos de naranjos y, un poquito más allá, al mar. Desde el oeste, el viento traía el aroma del valle del Cabriel, a cañas, melocotón y  pino.

Las tardes del mes de mayo, salíamos en fila desde el colegio y caminábamos hasta las fuentes cercanas, donde bebíamos agua fresca y jugábamos entre los chopos.

Mi calle era de tierra apisonada, con setos de flores blancas delimitando las aceras de baldosas, y árboles enormes que nos daban sombra en las tardes calurosas del verano, y en las tardes de otoño nos regalaban montones de enormes hojas, con las que jugábamos a escondernos envolviéndonos en ellas, o a hacer montañas tan altas como nosotros sobre las que lanzarnos en picado después de coger carrerilla.

En mi adolescencia, descubrí el placer de “hacer novillos” alguna que otra tarde de primavera, allá por el mes de junio. Así, cuando estaba lo suficientemente lejos de la posible mirada de mis padres desde la ventana, cambiaba el rumbo del instituto hacia el estanque del Rozaleme. Ya en las afueras de la ciudad, atravesaba un antiguo y enorme lavadero, tomaba el sendero que cruzaba la vía del tren y, entre huertas y árboles frutales, caminaba hasta el estanque  robando alguna fruta de camino.

Estanque de Rozaleme, 1975
Allí, sentados en la hierba, bajo la sombra de las acacias y los arces, algún que otro álamo y enormes pinos, entablábamos tertulias los amigos, escuchábamos música, bebíamos trinaranjus de manzana, y comíamos pasteles de merengue.
En las tardes calurosas, nos bañábamos en aquel enorme estanque de agua congelada que nacía un par de Km. más arriba, intentando nadar sin tocar el fondo, para evitar el repelús de sentir en los pies el contacto de las algas y los musgos.

Desde entonces, durante años, este lugar fue testigo de juegos y risas, de tardes solitarias de lectura, y de algún que otro beso furtivo adivinando estrellas bajo las ramas de los árboles. Cuando nació mi hija, la continúe llevando allí para que jugara con el agua cristalina de las acequias, entre libélulas y mariposas.

Pero éste no fue el único espacio en el que refugiarme para disfrutar, tanto de mi soledad como de las conversaciones y las risas con mis amigos. Cualquier camino que tomara me sacaba de la ciudad, entre huertas, árboles y acequias de agua clara. Cualquier camino me permitía disfrutar en poco tiempo de la belleza, del silencio, de los aromas de las huertas y las arboledas.

Ayer, después de mucho tiempo, volví al estanque del Rozaleme. Una carta de un amigo al que no veo hace años y en la que me recordaba aquellas tardes de pasteles de merengue, tertulias y chapuzones, me despertó la nostalgia y un vivo deseo de volver.
Y así, aprovechando la tarde soleada del otoño, propuse a dos amigas -que no lo conocían- caminar hasta allí. ¡Hacía tantos años que no volvía a ese lugar!.

Me costó reconocer el sendero, perdido entre nuevos caminos de asfalto que lo cruzan. El antiguo lavadero, claro, ya no es más que una ruina donde crecen los arbustos y las montañas de escombros.
El sendero (hoy camino asfaltado y transitable) ya no bordea las huertas, sino viñedos abandonados y extensiones áridas y llenas de hierba seca. A su vera se han construido nuevas casas, rodeadas de alambradas y perros guardianes que se volvían locos cuando pasábamos junto a ellos.
Las antiguas casitas de aperos de los labradores, hoy son espacios llenos de basuras, escombros, latas y demás miserias. Despojos que, por otro lado, nos fueron acompañando, amontonándose en las cunetas y de manera intermitente, durante casi todo el recorrido.
Mi hija jugando en Rozaleme, 1990
Pero yo seguía caminando junto a mis amigas, esperanzada. Pensaba en la sorpresa que se iban a llevar cuando descubrieran esa extensión de agua limpia y cristalina, las arboledas, el rumor del agua en las acequias... y el mágico silencio que habitaba en ese espacio.

Con esa esperanza, remontamos finalmente la pequeña colina que nos ocultaba la visión del estanque y... ¡Oh, Dios! ¡Ya no estaba...!
El estanque era tan solo un espacio vacío y hundido a nuestros pies. De aquel fondo de algas y musgo, solo quedaba tierra seca cubierta de marcas de neumáticos, y arbustos y hierbas abriéndose paso entre los botes de coca cola y los cascos de cerveza. Los árboles están muertos, en sus mayoría; algunos, talados. Y el rumor del agua en las acequias,ahora secas, ha sido sustituido por el estruendo de los camiones que nos llegaba desde la autovía.

Cosa rara en mí: no lloré. Lo único que sentí fue un vacío profundo y una rabia infinita. Rabia, rabia....
Y un único pensamiento ¿Pero que estamos haciendo? ¿En qué estamos convirtiendo, a la velocidad del rayo, nuestras ciudades, nuestros espacios naturales, nuestras vidas? ¿Qué hogar, qué planeta estamos dejando a nuestros hijos?

La calle en la que jugaba de niña hace muchos años que la asfaltaron, después de arrancar los setos que florecían en primavera y de talar cada uno de sus árboles.
La arboleda de la avenida principal, orgullo de la ciudad, está siendo maltratada, año tras año, por podas salvajes mientras las ramas están todavía verdes, respirando y alimentándose a través de sus hojas. La mayoría de los árboles están enfermos y muchos de ellos ya se han muerto. “Podredumbre”, dijo un amigo, técnico medioambiental, mientras me hacía ver los enormes chorros de líquido viscoso que resbala por muchos de sus troncos. Son como torrentes de lagrimas de dolor, como un grito desesperado de cada árbol, pidiendo ayuda. Una llamada de auxilio que nadie escucha.
Casi todos los caminos que salen de la ciudad, serpentean entre tierras de cultivo abandonadas y secas, y restos aquí y allá de plásticos, latas, escombros y otros testigos mudos de nuestra inconsciencia y nuestra barbarie.

Y, ahora, podría poner un final a esta entrada, romántico, esperanzador, nostálgico... pero no puedo, no me sale.

Lo único que siento, en medio de esta tristeza y esta rabia, es que la podredumbre de los árboles que plantaron mis abuelos, es la misma que habita hoy en la mente y en el corazón de tantos de nosotros.

Una enfermedad irreversible que acabará con el futuro de nuestros hijos si, definitivamente, no somos conscientes de que, al igual que hacemos con los árboles, nosotros mismos estamos talando salvajemente sus ramas verdes y dejándoles sin aire ni alimento.
Pero, claro, entiendo que las conciencias se desentiendan, porque, seguro, todo esto será responsabilidad de alguien que ya se ocupará de resolverlo... ¿verdad?

Lo terrible es que yo sí sé de quien es la responsabilidad: tuya y mía.

Y tengo que asumir mi parte, si pretendo que mis hijos y los tuyos puedan seguir jugando bajo los árboles, y robar algunas manzanas, camino de cualquier estanque, entre libélulas y mariposas.

HOY...un dia especial

Hoy.
Hoy ha sido un día normal.

Me levanté con sueño, me preparé un café y el bocata para el cole de mi hijo, y le hice correr para que no llegara tarde, descubriendo después que, otra vez, se “olvidó” de hacer su cama.
Me duché y cepillé mis dientes, me enfundé unos pantalones y una camisa, hice las camas y salí veloz hacia mi trabajo.
Saludé a mis compañeros, revisé mis papeles, atendí a mis visitas, resolví algún asunto con los informáticos y tomé un café.
Al salir, visité a mi madre, hablamos de lo de siempre, y pasadas las 4 de la tarde llegué a casa y me preparé unos espaguetis y una ensalada.
Mientras escribo esto, a media tarde, mi hijo hace sus deberes del colegio y yo, hasta hace un momento, andaba de cara al ordenador trabajando en otras cosas (“líos” de esos que yo me busco, como me dice la gente).

Pero, de repente, se produjo el milagro... ¡comenzó a atardecer a través de mi ventana!; lo descubrí, justo, detrás, de la pantalla de mi ordenador. Y algo me retuvo ahí, mirando al infinito, perdida entre sus naranjas, rojos y amarillos, con algún retazo de azules y nubes antes blancas y, ahora, de colores.

Y, de repente, mirando ese horizonte increíblemente hermoso que se abría detrás de mi ventana, con el teclado de mi ordenador en silencio, he sentido que todo era diferente.

... Comencemos de nuevo:

Hoy:


Hoy ha sido un día especial.

Me levanté con sueño, pero con una luz increíble que llenaba mi cuarto. Aún antes de saltar de la cama, ya podía divisar el campo verde, y las montañas iluminadas por el sol de la mañana. Mientras me preparaba el café le he dado los buenos días a mi hijo que, por algún misterio inexplicable para mi, siempre amanece contento y con una sonrisa en los labios.

Mientra le preparaba el bocata, él parloteaba sin parar acerca de la foto que tenía que llevar a clase para preparar un mural. La foto que ha elegido es una de cuando era casi un bebé y lo inmortalizamos con un gorro de papá Noel, y él estaba feliz pensando que iban a colgarla en la pared de su aula.
Entretenido como andaba con sus risas y su alegría, he tenido casi que empujarle hasta la puerta para que no llegara tarde a clase y, desde el ascensor, me ha dicho adiós con la mano, todavía riéndose.

Ya, tranquila, he abierto el agua de la ducha y he sentido su tibieza en mi piel. Hay pocas cosas cotidianas tan agradables como dejar caer el agua de la ducha, levantar la cara, y sentir como resbala, tibia, cristalina, sobre los ojos cerrados.
Me he vestido rápida, con unos pantalones de color violeta y una camisa de muchos colores ...: mirada rápida ante el espejo y... ¡vale! ¡me encantan los colores alegres y divertidos!

Con las habitaciones ventiladas por ese viento que me llega desde el campo, he podido ya hacer las camas.
 La de mi hijo, por cierto, aún después de correr la cortina, se ha quedado inundada de sol de la mañana.

Al llegar a mi trabajo he dado los buenos días a mis compañeros, que me han respondido, todos, con una sonrisa. Hoy estaban especialmente contentos y compartíamos la complicidad de recordar la fiesta de despedida que organizamos el viernes a nuestro compañero Adriano  que, después de 8 años con nosotros, ha conseguido, por fin, su ansiado traslado a Valencia.

Al acercarme a mi mesa, mis ojos han tropezado con el ramo de margaritas blancas y violetas que me regalaron hace unos días. Después del largo fin de semana, seguían ahí, lozanas, sobre el mueble que hay junto a mi mesa, dándole color al estante gris, repleto de papeles y carpetas, y perfumando totalmente mi espacio de trabajo con ese olor dulzón de las margaritas que a mi compañera Mónica le marea, pero que a mí me encanta.

Al abrir mi correo, he tropezado con un mail de Adriano, aquel que despedimos entre risas y lágrimas el viernes pasado. Su contenido, tan lleno de cariño, de ternura, de nostalgia, y de una gratitud no sé si merecida, me ha conmovido tanto que, a duras penas, he podido contener las lágrimas.

A las 12 he salido a tomarme un café rápido a la cafetería de la esquina, con una amiga a la que quiero profundamente y que hacía tiempo que no veía. A mi vuelta, he recibido un mensaje suyo en mi móvil que decía: “Me ha alegrado mucho verte hoy. Ya tenía ganas de saber de ti. Te quiero.” El corazón me ha dado un vuelco y la sonrisa se me ha dibujado hasta en el alma.

Enredada con los informáticos que andaban de pelea con mi ordenador, he sido la última en marcharme. Pero, antes de irme, he escogido algunas de mis margaritas, las he puesto en un pequeño jarrón de cristal, y las he colocado con todo mimo sobre la mesa de mi compañera Marta. Mientras me ponía el abrigo, en la soledad del edificio, he vuelto sobre mis pasos para cambiar de sitio las margaritas sobre la mesa de mi compañera...”mejor aquí, mejor allá...”. Ok. Y he salido del trabajo con una sonrisa pensando que esta tarde encontraría margaritas junto a sus papeles.

10 minutos después, mi madre me besaba y me abrazaba, mientras me decía lo mucho que me ha echado de menos después de 5 días sin verme, y me ha contado mil y un problemas de esos que suelen preocupar a nuestras madres, y que parecen resolverse, tan solo, con escucharlas atentamente mientras te los cuentan.
Cuando he salido a la calle, ella se ha quedado en el balcón, diciéndome adiós con la mano, alegre y sonriente.

He vuelto a sentir el abrazo de mi hijo, que ha vuelto a casa mientras yo comía mis espaguetis con queso roquefort (¡me encantan los espaguetis con roquefort!)

He conectado mi ordenador y he vuelto a sumergirme en esos “líos que me busco”, pero que, a fin de cuentas, no son sino más motores que ponen en marcha mi vida y complementan su sentido.

Y, en ello andaba ensimismada cuando, de repente, he levantado la mirada y he descubierto ese atardecer. Ese increíble y hermoso milagro de infinitos colores que me ha hecho darme cuenta de que, verdaderamente, no hay un atardecer igual que otro... Como tampoco hay un día igual que otro.

Cada atardecer, como cada día de nuestras vidas, es especial.
Lo único que hay que hacer es detenerse, con los ojos muy abiertos, y descubrir todos sus hermosos matices.


Hoy no ha sido un día normal, sino muy especial.

Lecciones de mi profesor.

Hace un par de días le advertí a un amigo con el que hablaba por teléfono: cuidado con lo que cuentas porque, mientras tu hablas, yo escribo lo que tu me dices.

Él es como un saco sin fondo de sabiduría, encubierta por su imparable ir y venir de clases en la Facultad, de revisión de trabajos de sus alumnos, de viajes de acá para allá, y de las mil actividades que realiza en  otras organizaciones en las que trabaja.

Él habla rápido, como si la vida le fuera en ello. Tal vez porque quiere gastar pronto las palabras para pasar rápidamente a la acción.

Cuando escucho sus charlas, al igual que cuando mantenemos conversaciones personales, mi mano vuela sobre el papel, anotando mil y una de las cosas que dice, atropelladamente.
Y verdaderamente me atrapa, no porque diga algo nuevo o que no haya escuchado antes; lo que hace que se disparen mis alertas es que encaja la teoría - siempre como de pasada - mientras aborda las dificultades, intenta resolver conflictos, o prepara un nuevo quehacer.

 Tiene ese punto de “profesor despistado” que a muchos nos hace sonreír, pero que camina totalmente centrado en un objetivo concreto. Cree en lo que hace, sabe a donde quiere llegar y, directamente, camina, sin muchas más complicaciones.

Mientras tanto, él continúa dándonos pistas, casi sin querer, cuando se sienta frente a nosotros y nos habla de Newton, o de la psicología del aprendizaje, o qué se yo. Él solo quiere acabar pronto, para que empecemos a trabajar en serio, para que aquello que nos ha contado de otros lo integremos en nosotros,  lo evidenciemos.
Y allá que nos vamos, al campo, para observar la textura de una hoja de castaño, o el color de una violeta, o la caricia del viento en la piel, o la frescura del agua en nuestros pies.

A veces, nos hace levantar de las sillas y nos pone a jugar como niños, y nos obliga a mirarnos a los ojos, o nos hace correr detrás de alguno al que tenemos que cuidar, sin que se note.



Mi profesor despistado cree a pies juntillas que todo está relacionado: Que si tiramos un papel al suelo, se ensucia la Plaza Roja de Moscú; si cortamos una flor, dejamos sin flor el gran jardín de la tierra; si no aprendemos a entendernos con el que tenemos al lado, es una estupidez trabajar para poner fin a los conflictos sociales.

Y, más allá de Lovelock y Arne Naess, él nos dice:“Cuando la conciencia penetra profundamente en sí misma, más allá de nuestro yo separativo, más nos sentimos conectados y comprometidos con la comunidad de la vida”.

Mi profesor despistado me decía el otro día, en medio de un contexto de organización de trabajo, entre indecisiones y prisas, “cuando trabajamos hacia el exterior, la energía se nos escapa; es necesario trabajar también hacia dentro, porque entonces la energía se multiplica. Si trabajamos solo hacia el exterior nos quedamos sin energía y, entonces, nos aborda el cansancio y la desilusión.”

Hoy leía también el post de una amiga que, con otras palabras y de manera profunda, expresaba como se siente un tanto perdida en medio de este caos que nos rodea, intentando mantener su compromiso con la vida y con los demás, pero viendo como la corriente del mundo la aleja de sí misma,...

Ambos, mi profesor despistado y mi amiga querida, me han traído otra vez hasta aquí. Es curioso que en pocas horas haya escuchado o leído cosas tan similares de personas tan cercanas.
Como decía al principio, no es nada nuevo, no es nada que no sepamos la mayoría de nosotros. Aprender la teoría es fácil, pero poner en marcha todo lo aprendido pasa, inexorablemente, por masticarla dentro de una misma, digerirla y asimilarla.

Y eso solo se puede hacer, como dicen mis dos protagonistas de este post, mirando hacia adentro, descubriendo lo más profundo y mejor de nosotros mismos, que siempre es, también, lo mejor y más profundo que guardan los demás y que nos conecta con ellos y con la Vida entera.

Solo así es posible disfrutar de la textura de la hoja del castaño, o navegar en lo más profundo de la mirada de quien tenemos en frente, sin miedo a descubrir que es alguien como yo.

Solo así podré entender cómo, mientras limpio la basura de mi puerta, estoy limpiando de basura el mundo.

Y, solo así, es posible continuar caminando, con ilusión y con energías renovadas.

¡Vale! de nuevo tomo nota. A seguir intentándolo....

A ver si "me desatranco".

Hace días que me siento frente a una página en blanco sin saber que escribir, la miro y cierro el programa del ordenador sin haberle dado ni a una sola tecla.
Cuando una persona escribe, como yo, solo lo que siente, y lo hace en aquellos momentos en que “se le escapa” por la intensidad de la emoción, el hecho de no escribir me lleva a preguntarme qué es lo me pasa: ¿acaso no siento nada últimamente?

Es evidente que el corazón no para, que las emociones están ahí pero, por algún motivo que se me escapa, no consigo encauzarlas ni darles forma en mi mente para plasmarlas.

Una amiga -que anda más o menos como yo- me decía el otro día “a ver si me desatranco”. Me gustó esa expresión, porque pensé que era una buena manera de definir nuestros estados de ánimo: “atrancadas” .

Durante unos días vivo encerrada en mi caparazón, es cierto. Y dedico todo mi tiempo libre a hacer cosas que me absorben totalmente. Evito pensar en otra cosa que no sea el trabajo que estoy haciendo y me guardo muy pocos momentos para mí misma, para dejarme llevar.
Supongo que será un mecanismo de defensa para que la tristeza que estoy sintiendo desde hace un tiempo se vaya adormilando un poco, y mi mente no se vaya por derroteros que no quiero pisar.

La ausencia de Raúl, el proceso que ha seguido durante toda su vida y la manera en que nos ha dejado, está siempre ahí. Sigue ocupando la primera plana de este diario de información con noticias de última hora que es mi vida.

Cada noche salgo a la terraza de mi casa y pronuncio su nombre en voz alta, muchas veces, mirando al cielo. No sé si busco que me oiga o, sencillamente, igual que hacían lo egipcios, pienso que es una manera de mantenerlo vivo en este mundo que ha dejado.

No suelo hablar de él, me lo guardo para mí. Supongo que es lo mismo que estarán haciendo muchos de los que lo querían. Cuando uno expresa sentimientos de este tipo, hay un trueque inmediato de palabras. Si hablas de ausencia, te dicen que él sigue ahí; si hablas de tristeza, que recuerdes su sonrisa; si te preguntas por qué, es porque era su hora; y siempre acabas escuchando que, seguro, está en un lugar mejor.

Sé que todo eso es cierto, lo sé. Pero nada de eso hace que el sentimiento de ausencia, de vacío, se vaya. Y solo me consuela pensarlo en silencio y mirar hacia el cielo y pronunciar su nombre.

Se también, que esto forma parte de la vida y hace ya tiempo que lo asumí y acepté, pero no puedo evitar seguir añorándolo, y sigo encontrando muchos sinsentidos, más sinsentidos que nunca, en muchas de las cosas que escucho y veo cotidianamente, por mucho que me digan y me diga a mi misma que la vida continúa.
El dolor se hace mas suave y llevadero, afortunadamente, pero la añoranza y la sensación de vacío siguen otro proceso, un poco más lento.

Por ahí andamos. Como dice mi amiga, a ver si “me desatranco”.

¿Qué ha pasado?

Esta es la primera mañana sin ti. Todo se acabó, Raúl. Ya no estás. Ayer te dejamos solo, cubierto de flores.

Hoy llueve, llueve, y llueve. A través de mi ventana veo el camino que cada día recorrías para ir a trabajar, entre árboles y viñas. La última vez que recorriste ese camino las viñas estaban verdes, y las uvas colgaban de sus ramas. Hoy están de color granate y ya sin fruto.
Anoche me senté a mirar ese camino y las luces de los coches que iban y venían. Imaginaba que una de esas luces podías ser tu, recorriendo el camino de ida y vuelta, como cada día.

¿Qué ha pasado, Raúl? No lo puedo entender ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible que no estés aquí?

Quisiera saber que estás recorriendo senderos por ahí o plantando árboles o haciendo carpetas de cartón reciclado. Quisiera pensar que estás haciendo tai-chi en algún claro del bosque. O, sencillamente, tomándote un té con tus amigos.
Pero también sé que no es así. Y en este momento no me conforta pensar que tal vez andes por otros caminos más hermosos. Tampoco me consuela llevarte tan dentro de mi corazón. Solo quiero verte, Raúl, y cogerte la mano, y cruzar mi mirada contigo. O, por lo menos, entender lo que ha pasado. Necesito entenderlo.
Solo tú me lo puedes explicar, pero ya no se donde llamarte, ni donde buscarte. Ya no me coges el teléfono. Ya no.

¿Por qué? ¿Qué ha pasado, niño, dime ¿qué ha pasado?

Raul. Siempre.

Hace apenas unos días escribía unas líneas de despedida para Mansur Escudero, ese valiente y honesto luchador que se nos fue a caminar por los jardines de su Amado Alláh.
Hoy,... hoy creo que ni siquiera puedo encontrar las palabras para ésta nueva despedida.

Se fue mi duende, nuestro duende del sombrero con cascabel. Se quedó sin fuerzas para seguir luchando.

Lo creíamos invencible, pensábamos que nunca se marcharía, que su afán por vivir y permanecer con nosotros, que su fe y su confianza, junto al empuje de nuestro amor y de nuestra propia fe, lo mantendrían a nuestro lado para siempre.

Pero la vida nos ha vuelto a dar una bofetada en la mejilla. Ni él ni nosotros podíamos decidir cuando y en qué momento nuestro duende, nuestro ángel, tenía que partir hacia este último viaje, más allá de ese cielo estrellado, a dónde solo él ha podido cruzar dejándonos a todos aquí, abrazados a su cuerpo inerte y frío.

Cuando alguna vez imaginé que, tal vez, este momento podía llegar, la sola idea me arrancaba lágrimas de tristeza, incluso de desesperación. Pensaba que un golpe así me sumiría en la más profunda angustia , que me faltaría hasta el aire para poder respirar.

Y, sin embargo, a pesar de mi tristeza, me siento calmada, serena y en paz.
Porque nuestro duende se fue así, sereno y en paz. Fue la última cosa que hizo por todos los que le amamos, el último regalo de su alma generosa.

A qué desesperarnos, a qué angustiarnos, cuando él supo mantenerse sereno y sonriente hasta su último instante de consciencia.
A qué gritar a la vida de su injusta crueldad, cuando él la amó y la bendijo en cada momento.

En este momento de extraño vacío, intento llenarlo con el recuerdo de su sonrisa, de su alegría. Él siempre supo crecerse ante las dificultades con una confianza y una entereza increíbles.

Mensajero de no sé qué lugar, estuvo a nuestro lado para enseñarnos a caminar por la vida agradeciendo cada instante, perdonando cada error; asumiendo lo inaceptable mirando siempre hacia adelante y esperando un nuevo espacio para la esperanza y la sonrisa.

En este momento no puedo sentir esa angustia que tanto temía. Más bien, al contrario, solo siento gratitud por haberme permitido caminar a su lado, y por habernos dejado aquí su mochila de viaje, completamente cargada de amor, de luz, y de experiencias.

Era su momento. No sabemos si fue él quien lo decidió o Alguien lo decidió por él. En cualquier caso, era su momento, y supo aceptarlo igual que supo aceptar y deleitarse con los momentos de plenitud y de vida.

Llenar su enorme vacío será difícil. Nos constará tomar consciencia de que no lo tenemos al lado, de que ya no está su mano cogiendo la nuestra, ni anda pululando su risa por el aire.
Pero ha sido tan grande su amor, ha sido tanto lo que nos ha dado a todos, que nuestros corazones están llenos de él. Tan llenos de él que seguiremos caminando sabiendo que sigue a nuestro lado y, ante las dificultades, ante los conflictos, seguiremos echando mano de todo lo que él nos ha enseñado pacientemente a lo largo de estos años.

Te has ido, querido amigo. Te has ido. Pero nos has dejado tanto, tanto, tanto.

Y, por mucho que hayamos aprendido de ti, permítenos este espacio de tristeza en el que nos ha dejado sumidos el último adiós de tu último viaje.

Te has ido a caminar más allá de esas sendas que recorrías cada fin de semana,  más allá de las montañas que tanto amabas.

¡Pero te has ido con las manos tan llenas! y ¡Nos has dejado tanto!
Gracias, gracias, gracias, Raúl.

Gracias, Mansur Abdussalam Escudero

Ayer murió Mansur Abdussalam Escudero, Presidente de la Junta Islámica. Seguramente a estas horas su alma blanca camina entre las flores del jardín de su Amado Alláh.

Nadie es imprescindible en este mundo, lo sabemos todos. Pero también es cierto que todos somos necesarios. Como decía Teresa de Calcuta, no somos más que una gota en el mar, pero sin esa gota, el mar sería diferente.

Mansur Escudero era algo más que una gota en este mar de seres humanos que poblamos el Planeta. Mansur Escudero era una luz, una esperanza para quienes creemos que otra humanidad es posible.

Una humanidad en la que, no solo todos cabemos, sino que, además, todos podemos ser capaces de convivir juntos, desde el más absoluto respeto y en la más completa armonía.
Y con esa creencia, Mansur trabajó hasta el último momento para hacer de esa utopía una realidad cotidiana.

Y ese trabajo suyo lo realizó cargando con un enorme peso en su mochila: el peso de la incomprensión, del miedo, del rechazo de tantas gentes que, bien por ignorancia, por la manipulación de algunos medios de comunicación o por manipulación política, caminan por la calle pensando que cada musulmán es un terrorista en potencia o anda colocándole un burka a su mujer.

Pero su dolor era doble, porque también cargaba en su mochila con el sufrimiento de cada víctima (de cualquier religión, cultura o país) de los fundamentalistas que levantan la voz y las armas en nombre del Islam, movidos por intereses políticos y económicos y apoyándose en el miedo y la ignorancia de quienes mantienen bajo su yugo.

No somos conscientes de la suerte que tenemos cuando caminamos por la calle sabiendo que somos socialmente aceptados. No tenemos que caminar pidiendo perdón, ni escondiéndonos, cuando algún miembro o representante de la Iglesia Católica escandaliza a la sociedad con sus discursos o sus actos. No van con nosotros las terribles barbaridades de la Santa Inquisición, ni el apoyo a las políticas nazis, o a los gobiernos absolutistas que siguen torturando y asesinando en la actualidad mientras reciben la bendición apostólica y romana. Tampoco nos planteamos si el que atraca un banco o asesina a su mujer es católico. No, no va con nosotros.. Todos sabemos que nadie nos va a juzgar por nuestra creencia religiosa y tenemos claro que todos los cristianos -católicos o protestantes- no somos así. Se da por hecho que la mayoría de nosotros somos gente buena.

Y, sin embargo, cómo nos cuesta entender que la mayoría de los musulmanes, al igual que los cristianos, o los budistas, o los judíos,... son gente buena, y que no podemos prejuzgar, juzgar, ni condenar a nadie, tan solo porque su Dios lleve otro nombre, o 99 nombres como es el caso de Alláh.

Mansur Escudero trabajaba por el entendimiento, por la concordia, por la hermandad. Su voz se elevó siempre, con coherencia y valentía, reclamando un lugar de paz en el mundo, donde pudieran convivir las buenas gentes, fuese cual fuese su religión, su creencia, su ideología o su cultura.

Mansur era la voz de los musulmanes que apostaban fervientemente por la tolerancia, el respeto, el diálogo y la convivencia pacífica, y se fue sabiéndose condenado por muchos, acusado de querer “conquistar” Al Andalus, España y el mundo entero con sus ideas “peligrosas” de coexistencia sin trabas, de respeto, de fraternidad y amor.

Querido Mansur: te fuiste de aquí sin conseguir tu sueño: Encontremos  lugares donde puedan rezar musulmanes, cristianos, y gentes de cualquier creencia, unidos, en hermandad. Demos un ejemplo al mundo, que vean que esto es posible.

Pero no pudo ser, querido Mansur. Y viste como seguían levantándose muros y más muros, muros de mezquitas, de iglesias, de monasterios... muros que excluían al resto, que separaban, que desunían. Tan solo te quedaba encerrarte en tu propio lugar sagrado, en tu propia mezquita, para continuar rezando y pidiéndole a Alláh que el mundo fuera un poco más justo, un poco menos violento y cruel, y -sobre todo- que las gentes perdieran el miedo, que se acercaran entre ellas, se conocieran y se entendieran.. Que aprendieran a convivir, a respetarse y a amarse.

Fue difícil tu trabajo, Mansur Abdussalam Escudero. Tal vez te hayas ido creyendo que, además, fue inútil.
Pero allá donde estés, puedes estar seguro de que no fue así: el mundo es un poco mejor porque tú pasaste por aquí.

Tu mirada limpia, tu fe, tu valentía, tu pasión por la justicia, por la verdad, por el entendimiento, por la paz, ... todo eso deja huella, querido Mansur.

Quienes tuvimos la suerte y el privilegio de conocerte nos repartimos tu testigo. Y seguiremos trabajando junto a nuestros hermanos musulmanes, cristianos, judíos, o de cualquier creencia, para que nuestros hijos puedan jugar en la calle juntos, aunque cada uno de ellos, en su corazón, dé un nombre diferente a su Dios.

Esta noche, rezaré por ti. Y lo haré bajo el cielo, elevando mi mirada hacia la bóveda estrellada de la catedral más hermosa, de la mezquita más majestuosa, del más soberbio monasterio... la única construcción que levantó Alláh, sin muros y sin puertas, donde cada ser humano es acogido y bendecido, donde cada persona puede inclinarse ante Él, o postrarse ante Él, o-sencillamente- pueda, sentarse a llorar y a recordarte.

Que tu Amado Alláh, Grande y Misericordioso, te acoja en su Jardín, querido Mansur Abdussalam Escudero.
En mi corazón, cristiano, estarás siempre, siempre.