Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


MI COMPAÑERA ABIR. (IRAK)

Circunstancias personales me han llevado a recuperar algo que escribí para la web del Proyecto Ávalon-Iniciativa para una Cultura de Paz  en el año 2006
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Ella colabora como voluntaria en nuestro proyecto de paz, en Andalucía. Cubre su cabeza con un velo y a su Dios le llama Allah. Si la tristeza tiene un nombre, hoy he sabido que ese nombre es el suyo: Abir. 

Ayer, una bomba se llevó a varios miembros de su familia, en Bagdad. Una bomba que ni siquiera sabe quién puso, porque su madre le ha explicado, a través del teléfono, que ya no se sabe quién pone las bombas, que nadie sabe ya quién es el enemigo. 

—Sales a la calle y... te matan.... y uno mata a otro y uno mata a otro... 

—¿Qué hago? —me decía— ¿Qué hago? 

Y ella quiere volar, volar, volar. Quiere estar allí, junto a los suyos, y abrazar a su madre y llorar a sus muertos. No le teme a la muerte, me decía, tan solo quiere abrazar a los suyos y compartir su amor. Lo desea, sobre todo, porque a veces siente que tal vez nunca más los vuelva a ver. No siente odio. Ni siquiera sabe a quién tiene que odiar. Solo siente una terrible impotencia, y una profunda e infinita tristeza. 

Y, de repente, mientras la escuchaba, he puesto rostro a cada una de las centenares de víctimas de Irak: el rostro de Abir. 

Ya no nos manifestamos en las calles. Ya se pasó el tiempo. Como con todo, ya nos hemos acostumbrado a los muertos. Vuelven a ser, tan solo, una cifra más; y pasamos la hoja del periódico donde la reflejan buscando noticias nuevas porque “esa” ya nos la sabemos. Es la misma de ayer, tan solo varía en algo el número de víctimas. 

Pero hoy, mejor que nunca, he comprendido que esas cifras tienen nombre, y he sabido que antes de morir tenían miedo. 
Y hoy, más que nunca, he sentido su miedo, su dolor y su desesperanza. 

En este momento me sobran los argumentos y las mentes lúcidas que debaten dónde está el origen del conflicto y cuáles son sus posibles soluciones. No hay argumentos ni excusas que me valgan. Es el corazón quien ha cogido las riendas de mi lucha y él no sabe de argumentos. 

En este momento, solo quiero estar cerca de Abir y compartir su llanto y el de todas las Abir que hay en el mundo. Y, como ella, solo quiero volar hasta su lado y abrazarlas. 

El mejor consuelo que podemos ofrecer a nuestra compañera y el mejor homenaje que podemos rendir a todas las víctimas de la violencia, sea cual sea su origen, es que hoy, cuando ojeemos las páginas del periódico, pongamos un rostro y un nombre a cada una de esas víctimas y hagamos nuestra su desesperanza, su vulnerabilidad y su miedo. 

Porque solo cuando seamos capaces, de verdad, de hacer nuestros sus nombres, de sentirlos cerca, de abrazarlos allá donde estén, y sean quienes sean, estaremos preparados para sentarnos a debatir qué y cómo podemos hacer las cosas para que todo esto cambie. 

Como siempre, el cambio empieza por nosotros mismos. O lo hacemos, o aquí nunca cambiará nada. 

Hagámoslo por Abir, por lo suyos, por los otros y por cada uno de nosotros mismos.


Triunfar en la Vida


Como quieres que, últimamente, me he visto implicada en varias conversaciones en las que, de un modo u otro, ha surgido aquello de “triunfar en la vida” o “fracasar en la vida”

A estas alturas, a veces sigo sin dar crédito a expresiones de este tipo cuando, además, observo que hacen referencia a personas concretas que conozco y que se encuentran en uno u otro grupo.

Así, observo como se dice que han triunfado en la vida quienes han llegado lejos en sus carreras profesionales, tienen una elevada posición económica y social, han logrado componer una familia estable mediante un matrimonio duradero...; y no te quiero ni contar cómo han triunfado en la vida aquellos que, además, han conseguido adquirir cierta fama y aparecer en los medios de comunicación por cualquier motivo.

Desde ese punto de vista, yo soy una fracasada a medias, es decir, de esas del montón, que no he conseguido llegar muy lejos en ninguna de esas cosas que acabo de relacionar. Y desde ese punto de vista, la inmensa mayoría de gente de la que me rodeo se encuentra en la misma tesitura.
Camino rodeada de personas que están hasta el cuello con su hipoteca o lo pasan mal para pagar el alquiler mensual de su vivienda. Evidentemente, ninguno cambia de coche cada dos por tres y, sin embargo, sí han cambiado en ocasiones de pareja porque, según lo establecido, han tenido mala suerte al elegir quien debe acompañarles durante toda su vida (aunque, según ellos, han sido-sencillamente- incapaces de controlar su corazón).

Estoy hasta el moño de esas varas de medir que constantemente sacamos de nuestro cajón para catalogar y ordenar a las cosas y a las personas según nuestros esquemas mentales, perfectamente estructurados por la sociedad prosaica en la que nos desenvolvemos.
He llegado ya a esa etapa de la vida en la que todo se ve desde una perspectiva diferente.  A mis 20 años me comía un mundo que, finalmente, no he tenido tiempo de acabarme porque la vida ha resultado transcurrir más deprisa de lo que pensaba y, además, he descubierto que es infinitamente más breve de lo que imaginaba entonces.
Y desde este punto vital en que me encuentro, tengo ya la suficiente información acerca de la vida, para poder establecer mis propias categorías de triunfadores y fracasados.

Cualquiera de mis amigos fracasados ha sido un eterno adolescente: soñadores, buscadores, valientes, implicados con su entorno y con la gente, solidarios, alegres y, a veces, un tanto inconscientes... No han realizado viajes de negocios alojándose en grandes hoteles, más bien han saltado de ciudad en ciudad, o de país en país, con una ligera mochila a la espalda en la que siempre dejaron un hueco para el libro, el cuadernillo y el lápiz. Han viajado mezclándose con la gente, intercambiando culturas, costumbres y tradiciones,... siempre aprendiendo, siempre compartiendo, siempre conociendo y dejando atrás nuevos abrazos en cada despedida.
Cualquiera de mis amigos fracasados ha encontrado el tiempo suficiente para compartir con la gente que quiere espacios para sentarse en silencio al atardecer, y largas madrugadas para llenar de diálogos y risas, o de cálidos abrazos cuando nos hemos sentido tristes.
Cualquiera de mis amigos fracasados puede mostrarse ante su mundo como quiere y como son: encantadoramente humanos e imperfectos. Cualquiera de mis amigos fracasados tiene los armarios, los bolsillos y las manos llenos de amor, de sueños, de experiencias. Han sabido disfrutar como nadie del mar –que han hecho suyo-, de cada árbol –que han hecho suyo- de cada águila, flor o mariposa –que han hecho suyas.

Porque todos mis amigos fracasados aprendieron a vivir, luchando contra esas estructuras creadas para encadenarnos a normas morales –generalmente impuestas por aquellos que practican la doble moral-, y a costumbres sociales y pensamientos establecidos por aquellos que tienen el poder para aplicarlos, y cuya supremacía peligra cuando algunos dejamos de seguirlos.

También tengo amigos que han triunfado, pero no tienen mucho tiempo, la verdad, para compartirlo conmigo ni con nadie. Cuesta mucho mantener el equilibrio en el fino hilo de los triunfadores y, en un descuido, cualquiera puede llegar desde detrás y empujarles para hacerse sitio; tienen demasiado trabajo añadido para cuidar de no perder aquello que han conseguido con tanto esfuerzo. Eso sí, como han triunfado en la vida, planifican y ordenan cuidadosamente sus días con la pasmosa exactitud que les marca su Rolex (que, por cierto, tienen demasiado miedo de perder).

Y tal y como indican las normas, costumbres, pensamientos y esquemas establecidos, cualquiera podrá decirme que todo esto lo pienso y lo digo porque me ha tocado estar en el bando de la gente que no ha triunfado en la vida. Pero es que, a mí, me da igual lo que piensen.

Cada vez más despreocupada, mi mayor ocupación consiste en ir soltando lastres. A mí, lo que me importa, es que esta tarde voy a caminar con mi amiga al atardecer, sin prisa. Y en el balcón de mi casa todavía hay margaritas de las que conozco la textura de cada uno de sus pétalos, y ramas de hierbabuena que me devuelven su perfume cada vez que las acaricio.
Y que dentro de unos días viajaré a Sevilla y sentiré el abrazo de otra gente, anónima y sencilla, con la que me reúno a menudo, debato y comparto el sueño de dejar a nuestros hijos una nueva sociedad de triunfadores auténticos, de gente que sonríe, que abraza a sus amigos, que comparte su tiempo y su cartera con el de al lado, y que sueña y se afana por transformar un mundo donde no quede ni un solo niño sin sonrisa, sin merienda, y sin futuro.

Y yo, que soy madre, a mis hijos tan solo les repito que no espero nada de ellos en esta vida; tan solo que sean auténticos triunfadores, es decir, que no hagan daño a nadie, que asuman su responsabilidad con respecto a la vida de los demás y al cuidado de la naturaleza, y que sean, ante todo, felices.
Y para todo ello no hace falta nada más que estar bien despiertos en todos los sentidos, para ser capaces de distinguir el tipo de vida o de Vida en la que queremos triunfar; y, eso, ya nos viene dado en un “pack” desde el mismo momento en que llegamos al mundo. El problema es que a veces nos quedamos dormidos y, entonces, siempre hay alguien que aprovecha sibilinamente para colocarnos las cadenas, enseñarnos lo que está bien y lo que está mal, y cargarnos con el lastre de la felicidad que se compra en los centros comerciales, en las inmobiliarias o en las iglesias.

Un lastre con el que, como no despertemos a tiempo, tendremos que cargar el resto de nuestra vida, sintiéndonos triunfadores o fracasados, en función del valor material, o el reconocimiento social que arrastremos.

Ni mis amigos ni yo aprendimos nunca a hacer dinero. Es cierto que hemos fracasado en ello, y también es cierto que a veces nos desesperamos por no saber hacerlo a pesar de trabajar incansablemente desde siempre. Pero no hemos encontrado la fórmula de ganar dinero sin acabar, de un modo u otro, dentro de esa estructura social que valora tan solo el esfuerzo que realizas en una única dirección: la de mantenerla a salvo y alimentarla.

En realidad, adoro a mis amigos, esos auténticos triunfadores de la Vida, que hacen equilibrios para llegar a fin de mes, a pesar de su trabajo tenaz y perseverante, pero encuentran siempre un hueco para compartir un café o pasear por el campo, mientras me cuentan sus sueños y sus nuevos planes para cambiar el mundo. Que les preocupa la justicia social más que el recorte de su salario; que huyen de los prejuicios, que no les guía otra bandera que no sea la de la libertad y la armonía entre las gentes de cualquier lugar, que se conmueven ante una nota musical, una mirada, o el tacto del viento en su piel, y que agradecen la llegada del nuevo día disfrutando de cada instante como del mejor y más auténtico de los regalos, y del amor como del mas preciado de sus tesoros.

Como decía Benedetti,  “Con gente como esa, me comprometo para lo que sea por el resto de mi vida, ya que por tenerlos junto a mí, me doy por bien retribuido”


El estanque de Rozaleme.

 Rozaleme. 1995
Mi ciudad era tan hermosa como su propio entorno.

Situada en un llanura plagada de viñedos y de huertas, y rodeada de montañas boscosas por el norte y por sur. Hacia el este, más allá de los viñedos, la carretera te acercaba hasta los campos de naranjos y, un poquito más allá, al mar. Desde el oeste, el viento traía el aroma del valle del Cabriel, a cañas, melocotón y  pino.

Las tardes del mes de mayo, salíamos en fila desde el colegio y caminábamos hasta las fuentes cercanas, donde bebíamos agua fresca y jugábamos entre los chopos.

Mi calle era de tierra apisonada, con setos de flores blancas delimitando las aceras de baldosas, y árboles enormes que nos daban sombra en las tardes calurosas del verano, y en las tardes de otoño nos regalaban montones de enormes hojas, con las que jugábamos a escondernos envolviéndonos en ellas, o a hacer montañas tan altas como nosotros sobre las que lanzarnos en picado después de coger carrerilla.

En mi adolescencia, descubrí el placer de “hacer novillos” alguna que otra tarde de primavera, allá por el mes de junio. Así, cuando estaba lo suficientemente lejos de la posible mirada de mis padres desde la ventana, cambiaba el rumbo del instituto hacia el estanque del Rozaleme. Ya en las afueras de la ciudad, atravesaba un antiguo y enorme lavadero, tomaba el sendero que cruzaba la vía del tren y, entre huertas y árboles frutales, caminaba hasta el estanque  robando alguna fruta de camino.

Estanque de Rozaleme, 1975
Allí, sentados en la hierba, bajo la sombra de las acacias y los arces, algún que otro álamo y enormes pinos, entablábamos tertulias los amigos, escuchábamos música, bebíamos trinaranjus de manzana, y comíamos pasteles de merengue.
En las tardes calurosas, nos bañábamos en aquel enorme estanque de agua congelada que nacía un par de Km. más arriba, intentando nadar sin tocar el fondo, para evitar el repelús de sentir en los pies el contacto de las algas y los musgos.

Desde entonces, durante años, este lugar fue testigo de juegos y risas, de tardes solitarias de lectura, y de algún que otro beso furtivo adivinando estrellas bajo las ramas de los árboles. Cuando nació mi hija, la continúe llevando allí para que jugara con el agua cristalina de las acequias, entre libélulas y mariposas.

Pero éste no fue el único espacio en el que refugiarme para disfrutar, tanto de mi soledad como de las conversaciones y las risas con mis amigos. Cualquier camino que tomara me sacaba de la ciudad, entre huertas, árboles y acequias de agua clara. Cualquier camino me permitía disfrutar en poco tiempo de la belleza, del silencio, de los aromas de las huertas y las arboledas.

Ayer, después de mucho tiempo, volví al estanque del Rozaleme. Una carta de un amigo al que no veo hace años y en la que me recordaba aquellas tardes de pasteles de merengue, tertulias y chapuzones, me despertó la nostalgia y un vivo deseo de volver.
Y así, aprovechando la tarde soleada del otoño, propuse a dos amigas -que no lo conocían- caminar hasta allí. ¡Hacía tantos años que no volvía a ese lugar!.

Me costó reconocer el sendero, perdido entre nuevos caminos de asfalto que lo cruzan. El antiguo lavadero, claro, ya no es más que una ruina donde crecen los arbustos y las montañas de escombros.
El sendero (hoy camino asfaltado y transitable) ya no bordea las huertas, sino viñedos abandonados y extensiones áridas y llenas de hierba seca. A su vera se han construido nuevas casas, rodeadas de alambradas y perros guardianes que se volvían locos cuando pasábamos junto a ellos.
Las antiguas casitas de aperos de los labradores, hoy son espacios llenos de basuras, escombros, latas y demás miserias. Despojos que, por otro lado, nos fueron acompañando, amontonándose en las cunetas y de manera intermitente, durante casi todo el recorrido.
Mi hija jugando en Rozaleme, 1990
Pero yo seguía caminando junto a mis amigas, esperanzada. Pensaba en la sorpresa que se iban a llevar cuando descubrieran esa extensión de agua limpia y cristalina, las arboledas, el rumor del agua en las acequias... y el mágico silencio que habitaba en ese espacio.

Con esa esperanza, remontamos finalmente la pequeña colina que nos ocultaba la visión del estanque y... ¡Oh, Dios! ¡Ya no estaba...!
El estanque era tan solo un espacio vacío y hundido a nuestros pies. De aquel fondo de algas y musgo, solo quedaba tierra seca cubierta de marcas de neumáticos, y arbustos y hierbas abriéndose paso entre los botes de coca cola y los cascos de cerveza. Los árboles están muertos, en sus mayoría; algunos, talados. Y el rumor del agua en las acequias,ahora secas, ha sido sustituido por el estruendo de los camiones que nos llegaba desde la autovía.

Cosa rara en mí: no lloré. Lo único que sentí fue un vacío profundo y una rabia infinita. Rabia, rabia....
Y un único pensamiento ¿Pero que estamos haciendo? ¿En qué estamos convirtiendo, a la velocidad del rayo, nuestras ciudades, nuestros espacios naturales, nuestras vidas? ¿Qué hogar, qué planeta estamos dejando a nuestros hijos?

La calle en la que jugaba de niña hace muchos años que la asfaltaron, después de arrancar los setos que florecían en primavera y de talar cada uno de sus árboles.
La arboleda de la avenida principal, orgullo de la ciudad, está siendo maltratada, año tras año, por podas salvajes mientras las ramas están todavía verdes, respirando y alimentándose a través de sus hojas. La mayoría de los árboles están enfermos y muchos de ellos ya se han muerto. “Podredumbre”, dijo un amigo, técnico medioambiental, mientras me hacía ver los enormes chorros de líquido viscoso que resbala por muchos de sus troncos. Son como torrentes de lagrimas de dolor, como un grito desesperado de cada árbol, pidiendo ayuda. Una llamada de auxilio que nadie escucha.
Casi todos los caminos que salen de la ciudad, serpentean entre tierras de cultivo abandonadas y secas, y restos aquí y allá de plásticos, latas, escombros y otros testigos mudos de nuestra inconsciencia y nuestra barbarie.

Y, ahora, podría poner un final a esta entrada, romántico, esperanzador, nostálgico... pero no puedo, no me sale.

Lo único que siento, en medio de esta tristeza y esta rabia, es que la podredumbre de los árboles que plantaron mis abuelos, es la misma que habita hoy en la mente y en el corazón de tantos de nosotros.

Una enfermedad irreversible que acabará con el futuro de nuestros hijos si, definitivamente, no somos conscientes de que, al igual que hacemos con los árboles, nosotros mismos estamos talando salvajemente sus ramas verdes y dejándoles sin aire ni alimento.
Pero, claro, entiendo que las conciencias se desentiendan, porque, seguro, todo esto será responsabilidad de alguien que ya se ocupará de resolverlo... ¿verdad?

Lo terrible es que yo sí sé de quien es la responsabilidad: tuya y mía.

Y tengo que asumir mi parte, si pretendo que mis hijos y los tuyos puedan seguir jugando bajo los árboles, y robar algunas manzanas, camino de cualquier estanque, entre libélulas y mariposas.

HOY...un dia especial

Hoy.
Hoy ha sido un día normal.

Me levanté con sueño, me preparé un café y el bocata para el cole de mi hijo, y le hice correr para que no llegara tarde, descubriendo después que, otra vez, se “olvidó” de hacer su cama.
Me duché y cepillé mis dientes, me enfundé unos pantalones y una camisa, hice las camas y salí veloz hacia mi trabajo.
Saludé a mis compañeros, revisé mis papeles, atendí a mis visitas, resolví algún asunto con los informáticos y tomé un café.
Al salir, visité a mi madre, hablamos de lo de siempre, y pasadas las 4 de la tarde llegué a casa y me preparé unos espaguetis y una ensalada.
Mientras escribo esto, a media tarde, mi hijo hace sus deberes del colegio y yo, hasta hace un momento, andaba de cara al ordenador trabajando en otras cosas (“líos” de esos que yo me busco, como me dice la gente).

Pero, de repente, se produjo el milagro... ¡comenzó a atardecer a través de mi ventana!; lo descubrí, justo, detrás, de la pantalla de mi ordenador. Y algo me retuvo ahí, mirando al infinito, perdida entre sus naranjas, rojos y amarillos, con algún retazo de azules y nubes antes blancas y, ahora, de colores.

Y, de repente, mirando ese horizonte increíblemente hermoso que se abría detrás de mi ventana, con el teclado de mi ordenador en silencio, he sentido que todo era diferente.

... Comencemos de nuevo:

Hoy:


Hoy ha sido un día especial.

Me levanté con sueño, pero con una luz increíble que llenaba mi cuarto. Aún antes de saltar de la cama, ya podía divisar el campo verde, y las montañas iluminadas por el sol de la mañana. Mientras me preparaba el café le he dado los buenos días a mi hijo que, por algún misterio inexplicable para mi, siempre amanece contento y con una sonrisa en los labios.

Mientra le preparaba el bocata, él parloteaba sin parar acerca de la foto que tenía que llevar a clase para preparar un mural. La foto que ha elegido es una de cuando era casi un bebé y lo inmortalizamos con un gorro de papá Noel, y él estaba feliz pensando que iban a colgarla en la pared de su aula.
Entretenido como andaba con sus risas y su alegría, he tenido casi que empujarle hasta la puerta para que no llegara tarde a clase y, desde el ascensor, me ha dicho adiós con la mano, todavía riéndose.

Ya, tranquila, he abierto el agua de la ducha y he sentido su tibieza en mi piel. Hay pocas cosas cotidianas tan agradables como dejar caer el agua de la ducha, levantar la cara, y sentir como resbala, tibia, cristalina, sobre los ojos cerrados.
Me he vestido rápida, con unos pantalones de color violeta y una camisa de muchos colores ...: mirada rápida ante el espejo y... ¡vale! ¡me encantan los colores alegres y divertidos!

Con las habitaciones ventiladas por ese viento que me llega desde el campo, he podido ya hacer las camas.
 La de mi hijo, por cierto, aún después de correr la cortina, se ha quedado inundada de sol de la mañana.

Al llegar a mi trabajo he dado los buenos días a mis compañeros, que me han respondido, todos, con una sonrisa. Hoy estaban especialmente contentos y compartíamos la complicidad de recordar la fiesta de despedida que organizamos el viernes a nuestro compañero Adriano  que, después de 8 años con nosotros, ha conseguido, por fin, su ansiado traslado a Valencia.

Al acercarme a mi mesa, mis ojos han tropezado con el ramo de margaritas blancas y violetas que me regalaron hace unos días. Después del largo fin de semana, seguían ahí, lozanas, sobre el mueble que hay junto a mi mesa, dándole color al estante gris, repleto de papeles y carpetas, y perfumando totalmente mi espacio de trabajo con ese olor dulzón de las margaritas que a mi compañera Mónica le marea, pero que a mí me encanta.

Al abrir mi correo, he tropezado con un mail de Adriano, aquel que despedimos entre risas y lágrimas el viernes pasado. Su contenido, tan lleno de cariño, de ternura, de nostalgia, y de una gratitud no sé si merecida, me ha conmovido tanto que, a duras penas, he podido contener las lágrimas.

A las 12 he salido a tomarme un café rápido a la cafetería de la esquina, con una amiga a la que quiero profundamente y que hacía tiempo que no veía. A mi vuelta, he recibido un mensaje suyo en mi móvil que decía: “Me ha alegrado mucho verte hoy. Ya tenía ganas de saber de ti. Te quiero.” El corazón me ha dado un vuelco y la sonrisa se me ha dibujado hasta en el alma.

Enredada con los informáticos que andaban de pelea con mi ordenador, he sido la última en marcharme. Pero, antes de irme, he escogido algunas de mis margaritas, las he puesto en un pequeño jarrón de cristal, y las he colocado con todo mimo sobre la mesa de mi compañera Marta. Mientras me ponía el abrigo, en la soledad del edificio, he vuelto sobre mis pasos para cambiar de sitio las margaritas sobre la mesa de mi compañera...”mejor aquí, mejor allá...”. Ok. Y he salido del trabajo con una sonrisa pensando que esta tarde encontraría margaritas junto a sus papeles.

10 minutos después, mi madre me besaba y me abrazaba, mientras me decía lo mucho que me ha echado de menos después de 5 días sin verme, y me ha contado mil y un problemas de esos que suelen preocupar a nuestras madres, y que parecen resolverse, tan solo, con escucharlas atentamente mientras te los cuentan.
Cuando he salido a la calle, ella se ha quedado en el balcón, diciéndome adiós con la mano, alegre y sonriente.

He vuelto a sentir el abrazo de mi hijo, que ha vuelto a casa mientras yo comía mis espaguetis con queso roquefort (¡me encantan los espaguetis con roquefort!)

He conectado mi ordenador y he vuelto a sumergirme en esos “líos que me busco”, pero que, a fin de cuentas, no son sino más motores que ponen en marcha mi vida y complementan su sentido.

Y, en ello andaba ensimismada cuando, de repente, he levantado la mirada y he descubierto ese atardecer. Ese increíble y hermoso milagro de infinitos colores que me ha hecho darme cuenta de que, verdaderamente, no hay un atardecer igual que otro... Como tampoco hay un día igual que otro.

Cada atardecer, como cada día de nuestras vidas, es especial.
Lo único que hay que hacer es detenerse, con los ojos muy abiertos, y descubrir todos sus hermosos matices.


Hoy no ha sido un día normal, sino muy especial.