Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


El arcoiris y la magia de fregar unos platos.


La vida está llena de magia.

El simple hecho de fregar unos platos en la cocina de mi casa fue el inicio de un mágico momento.
De repente descubrí como, al dejarlos en el escurridor junto a la ventana, mi mano se iluminaba con todos los colores del arcoiris. Me quedé inmóvil y le seguí “la pista” hasta llegar al suelo. Allí estaba, él, con todos sus colores, con toda su belleza, a mis pies, como si estuviera marcándome  un sendero de luz y de armonía. 

Jugué con él como una niña, y  comprobé que nunca lo puedes pisar, él siempre te pisa a ti, que la luz lo inunda todo, salvo que tu misma supongas un obstáculo en su camino y, aún así, siempre dejará una parte de ti iluminada, justo la que no ves.

Pensé que allí, en mi mano, tenía todos los colores del mundo. Todos los colores del bosque en otoño, de todos los peces del mar, de todas las aves tropicales, de todos los atardeceres, de todas las miradas de toda la gente del mundo... Todos los colores, todos, en mi mano.

Vivimos rodeados de cosas aparentemente simples pero que, si nos paramos a pensar en ellas, resultan sorprendentes, inabarcables, maravillosas.
Así es como las 7 notas de un pentagrama encierran infinitas sinfonías, y las 27 letras de nuestro alfabeto guardan todos los libros de mi biblioteca, millones de tratados, infinidad de cartas de amor escritas y aún por escribir.

Si lo miras bien, todo esto es como un milagro, como hacer magia. Pero, en realidad, no es más que una prueba más de que en las cosas mas simples, más sencillas, más insignificantes, podemos encontrar  un universo infinito de música, de color y de emociones.

Como siempre, como en todo, tan solo hay que ser conscientes y caminar  con los ojos bien abiertos, aunque tan solo estés fregando los platos.

Escuchar como crece una flor

Recuerdo muchas veces aquel día, tumbada sobre la pinocha junto a mi padre, en un claro del bosque a la orilla del río Cabriel.
No recuerdo los años que tenía: 5, tal vez 6, o quizás menos.

Junto a nuestras cabezas crecía un romero que no era mucho más grande que mi mano. Tampoco recuerdo de qué podríamos estar hablando, pero seguramente él estaría dándome una de esas lecciones que los padres damos a nuestros hijos y luego, como es el caso, olvidamos demasiado rápido y demasiadas veces.
Lo único que tengo claro, por descarte, es que me estaba hablando de la naturaleza y de la vida, porque de aquella conversación tan solo recuerdo una parte, y es aquella en la que me hizo levantar la mirada mientras él señalaba a la pequeña planta de romero:

¿Ves este romerito? Pues cuando nos vayamos de aquí él seguirá creciendo y creciendo, y algún día podrá llegar a ser más alto que tú si lo dejamos crecer tranquilo, porque hasta las cosas más pequeñas pueden convertirse en grandes cosas, pero no nos damos cuenta porque no nos fijamos en como lo van haciendo."

No recuerdo si me planteé a qué cosas se refería, salvo a aquel romero y a los árboles que nos rodeaban, pero juro por Dios que aquel momento lo llevo en la memoria desde entonces, y lo recuerdo con la misma claridad que si hubiera transcurrido hoy mismo. Tampoco recuerdo que pude contestarle, o si él siguió hablando más. Solo recuerdo esas palabras, y a nosotros dos mirando atentamente aquella plantita, y - vete tú a saber porqué- lo mucho que me marcaron.

El sentido de aquella observación se lo fui dando poco a poco a lo largo de mi vida. Pero, incluso en aquel momento, adaptándome al sentido mas literal y concreto de sus palabras -que era hasta donde yo podía llegar por mis pocos años- me hizo vivir y experimentar auténticos momentos mágicos ya en mi infancia.

Y así, me acostumbré desde niña a tumbarme en silencio bajo los árboles, junto a las plantas y los arbustos, y a observar sus pequeños cambios casi imperceptibles, sus procesos de floración y el cambio de color de sus hojas. Me acostumbré a hablarles y a acariciarlos y, cerrando los ojos, intentaba incluso escucharles. Siempre estuve convencida de que parte de los sonidos que escuchaba con los ojos cerrados era el de las propias flores creciendo, e intentaba identificarlos sobre los demás sonidos del bosque.

Hoy he recordado a aquella niña, tumbada en medio del bosque, creyendo escuchar como crecían las flores, y me ha inspirado una ternura tan infinita...

Siento una profunda gratitud hacia mi padre porque, tal vez sin darme cuenta como él decía, fue también creciendo en mi interior esa increíble conexión que tengo con la vida y que aprendí desde niña caminando por el bosque, observando sus cambios, sus procesos, sus sonidos, sus colores... Las piñas se cierran cuando llueve y, solo entonces, puedes ver a las ranas jugando y yendo de excursión, a saltitos, entre las piedras de la orilla.

Y yo, que tengo una especie de fobia por todo aquel animalito con patas clasificado como arácnido, dejo que las arañas tejan sus telas entre las plantas de mi terraza, y les pido perdón cundo las molesto mientras destrozo su tela para decidir si hoy será un buen día para ir a la playa: cuando las observo presurosas retejiendo su tela sé que puedo coger mi toalla, pero si pasados 15 minutos todo continúa igual, mejor me quedo en casa porque, seguramente, esta tarde me sorprenderá una tormenta de verano.



La verdad, todavía hoy me gusta tumbarme bajo los árboles, mirar el cielo entre sus ramas y cerrar los ojos para escuchar lo que me dicen. Y, todavía hoy, estoy convencida de que alguno de los sonidos que escucho es el que emiten los romeros y los espliegos al crecer, aunque todavía no haya aprendido a distinguirlo.

El auténtico milagro se da cuando te sientas, silenciosa, a escuchar el sonido de tu propio corazón y a observar como la Vida y el amor van creciendo en él, como las flores.

Tan solo, como me dijo aquel día mi padre, hay que ser conscientes.



Ser mujer y ser mayor: pedir clemencia o revelarse.


No es mi intención entrar en debates sobre monarquía, nobleza ni aristocracia; ni sobre los grandes terratenientes y el origen de sus haciendas.
Dejando eso totalmente al margen tengo que decir que la reciente boda de la Duquesa de Alba ha hecho prender en mí, una vez más, la mecha de la impotencia ante los mecanismos sociales que levantan las olas de moralinas, prejuicios, mentalidades cuadriculadas, machismo y “ancianismo” (no se ha inventado -que yo sepa- la palabra que defina la marginalidad a la que están sometidas las personas mayores en general y las mujeres en particular)

Estos días he oído de todo, chistes fáciles y comentarios indignados que, con la excusa de la Sra. duquesa, se han ido ampliando y generalizando sobre el resto de la población que llamamos “tercera edad” y, en especial, sobre las mujeres.

No me queda mucho para entrar en ese club y tiemblo solo de pensarlo: el culto a la juventud, al cuerpo, a la imagen,... ¿Qué será de mí, señor?  Entre pedir clemencia y revelarme, elijo lo último y abogo por quienes no se atreven todavía a hacerlo, víctimas del miedo y los prejuicios.

Abogo por ti, mujer que has trabajado, has parido, has vivido encadenada a tu condición de mujer, siempre en segundo plano, sometida a la voluntad de tus padres, de tu marido, de tus hijos..., a las maledicencias de tus vecinos, a los juicios sociales por tu forma de vestir, de caminar, de reírte, de cocinar, de limpiar los cristales o de dirigir una empresa. Y por ti, que has tenido las narices de luchar por abrirte camino en un mundo de hombres, teóricamente más fuertes, mas valientes y más capacitados para todo. Abogo por ti, mujer, objeto de burlas y risas porque aún eres capaz de enamorarte  con tu pelo cano y tu vientre y tus pechos ajados de embarazarte y parir, de trabajar duro y en silencio.

Deja ya de pedir perdón por ser mujer y  llegar a vieja. Deja ya de pedir perdón porque quieras vivir en libertad lo que te reste de vida. Deja de pedir permiso a los hijos que construyeron  sus propias vidas, y a los vecinos de tu calle que alivian la mediocridad y el aburrimiento de su día a día  juzgando el tuyo.

Sé libre, mujer, y deja ya de pedir perdón por sentir esas ganas de vivir.

Si el amor se cruza en tu camino, vívelo con toda intensidad; y a esa gente que aún cree que una relación de pareja es básicamente sexual, explícales que eso no se acaba con los años, sencillamente evoluciona con nosotros, es mucho más rica de lo que ellos creen, y hay muchas maneras de vivirla. Y que, en cualquier caso, la ternura, la complicidad, los sueños compartidos, la común ilusión de vivir, de viajar, de leer, de conversar, de caminar de la mano al atardecer, pesan mucho más que un mero coito; y compadécete de aquellos que  basan una relación, fundamentalmente, en un pene erecto y un cuerpo de mujer lozano, porque triste futuro les espera de frustración, fracaso, vacío y soledad.

Abogo por ti, mujer. Túmbate sobre la arena de la playa y siente el sol sobre tu piel desnuda. Si alguien se burla de ti, dile que no vas a la playa a exhibirte, tan solo vas a sentir la caricia del sol y de la brisa, porque ni el sol, ni las olas ni el viento establecen diferencias entre hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, niños, gaviotas y caracolas.

Sé libre, mujer. Canta, si tienes ganas de cantar, baila si quieres bailar, vístete de colores y adorna tu pelo con cintas y flores.
Estás viva porque la vida te ha concedido ese derecho y el don de sentirte así. Nadie más que ella misma tiene derecho a arrebatártelo

Sé libre mujer, ríete, despéinate, llena tu vida con todos los colores del arco iris, enamórate y haz el amor con quien quieras y, por favor, deja ya de pedir perdón por ser mujer, por ser mayor, por tener arrugas y por bailar descalza.

Vive, vive, vive....Y, a los demás, que los zurzan.