Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Yo elijo.


Hay veces que la vida te entra y te sale por cada poro de la piel. La absorbes, te embriagas, te marea, la transformas en tu interior y la devuelves al universo transformada en átomos de ti misma que vuelven a fundirse con el Todo.
Así me siento yo desde hace algún tiempo.

En medio de este torbellino de angustia y dificultades, de esta sociedad que se nos hunde y se nos hunde sin que se atisbe el día en que acabe de tocar fondo, cada día me levanto con el firme propósito de vivir hasta el último instante.

Pueden robarme mi dinero los bancos, pueden recortar mi sueldo, mis derechos y mis libertades, pueden intentar manipularme, engañarme, estafarme, prohibirme... pueden y lo hacen. Pero nunca jamás podrán robarme aquello que guardo celosamente en lo más profundo de mi alma.
Jamás les daré esa oportunidad. Nunca, nunca.

Mi vida no está en las manos de nadie, sino de la propia Vida. Y será ella la que disponga cómo, cuánto y cuándo debo  llorar o sonreír, esperanzarme o abatirme, luchar o rendirme.
Y a estas alturas, una vez firmada mi alianza inquebrantable con la vida, ella misma ha depositado en mis manos esa libertad de elección.

Así pues, elijo vivir. Elijo que esa panda de seres grises que se empeña en robármelo todo, no va a ganarme nunca la batalla. Elijo mantenerme en pie y enfrentarme a ellos; elijo que nadie coloque grilletes en mis pies ni corte mis alas.

Elijo seguir mirando el atardecer cada día, caminar por la orilla del mar rompiendo sus espumas con mis pies, tumbarme en el claro de un bosque a escuchar el sonido de los grillos y el autillo.

Elijo compartir mis momentos de desánimo y mi risa  con la gente que amo.

Elijo que el gris no es mi color, por mucho que se empeñen, porque mi paleta de colores es extraordinariamente policromada.

Elijo que nunca seré ni víctima ni aliada de los espíritus grises, codiciosos, crueles y desalmados, que pueblan nuestras calles, nuestros despachos, nuestras pantallas de televisión y nuestros mundos virtuales.

Elijo seguir plantándoles cara con mi mejor aliada: la Vida,  y con mi mejor arma: el amor que le profeso.

Como decía Benedetti: Uno tiene en sus manos el color de su día: rutina o estallido.

Y yo elijo, siempre, el estallido.
Yo elijo.

INCAPACITADA DE POR VIDA PARA EL ODIO. ASÍ SEA.


Ayer vi llorar a alguien a quien hice daño porque no soy capaz de odiar a quien le daña, y ese es el único consuelo que espera de mí en su dolor y en su deseo de venganza ante aquellos que poco a poco fueron destrozando su vida.
No puedo culparle, dios me libre, por odiar, y mucho menos dejar de entenderle.

Así, me resultaría imposible, por su longitud, hacer una relación de las cosas, de las actitudes, de las ideas, de las reacciones, de los hechos, de las voces y de los silencios que odio. Odio la forma de caminar por el mundo de tanta y tanta gente que esparce las semillas del dolor, de la pobreza, de la injusticia, de la desigualdad, de la desesperanza.

Pero, sin embargo, por mucho que busque en mi memoria y en mi corazón, soy incapaz de escribir el nombre de una sola persona  a la que odie, aunque -cierto es- hayan tantísimas que no me gusten. 

Tengo la suerte de que, a base de tropezones, la vida me dio la oportunidad de aprender ciertas cosas. Tengo la suerte de haber sabido aprovechar esa oportunidad y no haber vuelto la cabeza hacia otro lado: el de alimentar mi propio dolor de manera autodestructiva, o el de acrecentar mi orgullo. Tengo la suerte de que la vida me enseñó que el odio solo genera más odio, y que acaba convirtiendo tu propia vida en una obsesión insaciable por alcanzar el desagravio y conseguir la venganza.

Tengo la suerte de que la vida me enseñó que cuando el odio se instala en ti, lo hace a costa de echar afuera la esperanza, la luz, la calma, la risa espontánea, la alegría desbordada del instante, y hasta te impide disfrutar del amor. 

El odio lo invade todo, lo domina todo, se convierte en el dueño y señor de tu vida, y la maneja a su antojo. El odio te hace perder tu dignidad como persona, entre otras cosas porque dejas de ser la persona que tu eres, para convertirte tan solo en víctima y verdugo al mismo tiempo.

Tengo la suerte de haber aprendido a luchar contra aquellos que no me gustan y contra las cosas que detesto con mis propias armas, más allá de la violencia en cualquiera de sus formas y que tan solo genera más violencia, más dolor y más odio. Un bucle infinito donde cae tristemente mucha gente y de la que parece imposible salir.

Jamás concederé a mis enemigos la capacidad de instalarse en mi vida y de robarme la luz. Jamás les concederé el triunfo de que controlen mi vida. Jamás les concederé la satisfacción de que me vean abatida, sabiendo que cada uno de mis pensamientos está inevitablemente ligado a ellos.

A mis enemigos los destierro de mi vida en cuanto puedo. Me los lloro y me los rabio, hasta que coloco una tirita en la brecha que han abierto y tiendo el famoso puente de plata para que salgan de mi vida, aun cuando las circunstancias o el destino me obliguen a convivir físicamente con ellos.

¡Ay, pero que nadie se confunda! Es el mío un espíritu libre, y pendenciero, y libro mis batallas cada día en primera fila. Incluso me siento impotente por no poder hacerlo con más ahínco y mayor osadía, para debilitar el origen de aquello que genera injusticia y sufrimiento, tanto en mí como en los demás. Nunca temí levantar mi voz y mis manos para decir ¡basta!, pero no quiero hacerlo desde el odio enfermizo hacia quienes lo generan, ni esgrimiendo el arma de la violencia en cualquiera de sus formas, porque, más allá de que vaya en contra de mis principios vitales, sé de antemano que esa sería una batalla perdida, y yo apuesto por caballo ganador. 

No es fácil. Lo primero con lo que sueles tropezar es con la incomprensión de muchos que te cuelgan sin miramientos la etiqueta de cobarde, aunque, en palabras de Gandhi, “La no-violencia no es una justificación para el cobarde, sino la suprema virtud del valiente. La práctica de la no-violencia requiere mucho más valor que la práctica de las armas. ” Y, vive Dios, que eso es verdad.

Si hay algo que la humanidad ya debería de tener claro es que a lo largo de su historia poco se consiguió con la violencia, y nada con la venganza. Y, sin embargo, siguen habiendo guerras entre países, entre culturas, entre religiones, entre pueblos, entre vecinos y entre hermanos.

Mi incapacidad de escribir el nombre de una sola persona a la que odie, es mi primera victoria sobre aquellos que tal vez me dieron motivos para hacerlo. Y si, con el tiempo, conseguí aplacar su odio, y resolver el conflicto acercando posturas, entonces ya la victoria es total.

Ligera de equipaje, sin el peso del rencor y del deseo de venganza en mi mochila, intento caminar por la vida con el alma llena de compasión por los que odian, mientras hundo mis manos en la tierra intentando, humildemente pero con coraje, arrancar las semillas que siembran a su paso.

Esta es mi verdad. Cada uno tiene su propia verdad, y sé que nadie la posee del todo. 

La búsqueda de la Verdad en un camino complicado, no sé si posible; así pues, permitidme que tenga la mía y, si así fuese, concededme el derecho a equivocarme.