Elena había aparecido en la
oficina a última hora de una tarde de invierno, cuándo estábamos a punto de
cerrar y la noche entraba a chorros por los cristales.
Traía un libro de poesía en la mano y unas grandes e invisibles alas en la espalda; al principio, con los reflejos de los tubos de neón, no supe distinguir si de hada o de mariposa. Era lo primero y, al parecer, ella ni se había dado cuenta de que las llevaba.
Su nombre era de heroína de novela, de musa de guerreros, de protagonista de epopeyas... y ella, que solo quería la paz, parecía dispuesta a desarmar todos los ejércitos con una caricia de su mirada.
Su apellido era de ratón misterioso y mágico, capaz de convertir el diente
recién caído en una moneda resplandeciente o en un estuche de colores... pero
te conformabas con el ungüento de sus palabras, o el bálsamo de su silencio,
para curar la herida que la pérdida te hubiera producido.
Su apariencia era la de un hada de cuento, de las que convierten en niños a los muñecos de madera, de las que te conceden tres deseos... y tú solo tenías uno: querías quedarte con su sonrisa para siempre.