Últimamente siento más a menudo
una especie de necesidad de justificarme ante los demás que me tiene
absolutamente desquiciada.
A veces todo es gris en mi casa,
en el trabajo, en la cola del supermercado o en la barra del bar; también cuando
conecto el ordenador, hago un click en la tele, o se dispara la radio del
coche. Todo, todo es gris, porque vivimos inmersos en un mundo completamente enloquecido,
injusto y cruel, ahogándonos en un entorno de desconcierto y desesperanza.
Pero yo amanezco cada día
corriendo hasta la ventana, ensayando la primera sonrisa de las que el nuevo
día me tiene reservadas.
Me siento cansada de justificarme
por ello frente a los que constantemente se rasgan las vestiduras, enmudecen y
esperan a que alguien venga con la varita mágica a sacarnos de las tinieblas, a
convertir nuestra mañana gris en futuro luminoso.
Los hombres grises, con corbatas
grises, maletines grises y corazones grises, nos lo están robando todo, y se
ganan perfectamente su abultado sueldo haciendo su trabajo de manera
intachable, esto es, sembrando la desesperación y el miedo.
Y nosotros seguimos allanando su camino, amarrándonos a lo
poco que nos va quedando, asumiendo que no podemos hacer nada por evitarlo, y
mirando horrorizados a los desahuciados, a los que hacen colas en los comedores
públicos, a los inmigrantes moribundos a los que se les niega el fármaco que
alivie su dolor..., pero cada vez más amarrados a lo nuestro y más temerosos de
perderlo, escuchando cada informativo de cada día, con el temor de que hoy nos
toque a cualquiera de nosotros.
En las mentes retorcidas de los necios que nos dirigen se fraguan los
planes perfectos para que no los molestemos en su tarea de enriquecerse, y nos
manipulan, nos atemorizan, y nos convencen de que todo este sin sentido es
necesario y es bueno para nosotros. Por todo ello, agachamos la cabeza,
murmuramos por lo bajo, pero seguimos justificando a quienes nos lo roban todo,
hasta la dignidad.
Y el Primer Mundo que emergía orgulloso sobre el bien y sobre el mal, esquilmando, arrasando,
despojando de todo y volviendo la espalda a los del Tercero, hoy se aletarga
sobre sí mismo, con miedo a que aquello que les robamos ayer, hoy, los hombres
grises, nos lo roben a nosotros.
Ahora toca tener miedo, y compartir nuestra indignación con
el amigo, con el frutero, o con el vecino en el ascensor..., eso si, por lo bajito,
no sea que nos escuchen los hombres grises y censuren nuestro temor, nuestra
rabia y nuestra desesperanza, porque a
estos hay que decirles que los entendemos y que los apoyamos ¡Faltaría más!
Pero yo, cada mañana, amanezco en mi ventana, con la primera
sonrisa. Y dedico mi primer pensamiento a la luz y al horizonte que se abre
ante mí. Mirando hacia el sur, envío mi amor, volando en otra sonrisa, a los
amigos que imagino todavía dormidos junto a las dunas del Sáhara.
Agradezco cada gota de agua que resbala por mi cara mientras
me ducho y, con un millón de sonrisas ya inventadas, me enfrento al mundo que
me espera, más allá de las paredes de mi casa.
Mi propósito es no dejarme abatir por la desesperanza, no permitir que me roben la energía y las
ganas de vivir aquellos que siembran el dolor y la injusticia, ni quienes murmuran indignados su aluvión cotidiano de
quejas, pero a los que el miedo o la codicia les convierte en cómplices de quienes los
esquilman.
A estas alturas, estoy cansada de justificar mis ganas de
seguir caminando en busca de gente que aún sonría, que se siente a escribir un
poema, que se reinvente con cada ola de mar al atardecer, que apriete la mano del desesperado y estire de él, fuerte, muy fuerte.
No quiero seguir justificando ante los hombre grises, ni ante
sus víctimas, mis ganas de vivir; de la misma manera que no pienso seguir
justificando mis ganas de luchar ante quienes se quedan en casa
mientras yo peleo, y que, al día siguiente, reprenden con sarcasmo mi espíritu de lucha y continúan quejándose de todo, sin hacer
nada, sentados en la barra de un bar.
Repito mil veces lo mismo de siempre, que yo elijo hasta
donde llega su poder en mi, y jamás les voy a otorgar el poder de robarme la
esperanza, ni la primera sonrisa cotidiana, ni mi primer pensamiento repleto de
gente a la que quiero.
¡Se acabó! Hoy he decidido que voy a dejar de pedir perdón
por mi rebeldía; de aclarar que verdaderamente me importa mucho lo que ocurre, aunque
huya veloz de las quejas
interminables de los unos, en busca de la sonrisa esperanzada de aquellos que
siguen su pelea cotidiana contra la necedad que nos rodea, con valentía y con
generosidad, con la convicción de que el poder sigue siendo nuestro, que
tenemos que usarlo sin miedo, con empuje, hasta el último aliento.
No voy a pedir perdón por que cada día amanezca con un
íntimo deseo de vivir, de rebelarme ante lo gris, de luchar por no convertirme
en cómplice de los necios, ni por que de mis labios broten más poemas que
lamentos.
No voy a pedir perdón
por intentar no volver la espalda a quienes sufren, por intentar tirar
de ellos con todas mis fuerzas, ni porque, a falta de pan, comparta con ellos
versos de luz y de esperanza.
No voy a pedir perdón, no.
Os espero mañana, al amanecer, más allá de mi ventana, con
la primera sonrisa del día