Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Cuando la decepción aflora de manera improcedente


Lejos de pretenderlo, con el paso del tiempo, una va volviendo la mirada hacia atrás cada vez más a menudo. Es como si, inconscientemente, fueras haciendo balance de lo que ha sido tu vida desde la lucidez que se forja bajo la perspectiva del tiempo.

Un balance que voy haciendo de manera involuntaria y que me ha hecho ser plenamente consciente de lo generosa que la vida ha sido conmigo, permitiendo que en ese cómputo exista siempre un descuadre a mi favor. Siempre he recibido mucho más de lo que yo he dado, eso está claro.

Pero una, egoísta, hay veces que lo quiere todo. Y a mí me sale de vez en cuando ese ramalazo acaparador, en el que - de manera también inconsciente- le exiges a la vida mucho más porque crees merecerlo por derecho propio.

Cuando alguien que, como yo, a lo largo de su vida ha vivido siempre entre algodones tejidos por la ternura de quienes me han rodeado; cuando tienes el privilegio de atesorar lo más valioso que la vida te puede regalar, el amor, no puedes hacer otra cosa que no sea agradecer intensa y constantemente la buena estrella que ha guiado tu camino por aquí.

Pero aún así, hay veces  en las que parece que todo eso se me olvida, y de manera interesada reclamo por propio derecho aquello que solo puede serme dado como un regalo desprendido y generoso de la Vida.

Y hoy me han aparecido los pucheritos y las lágrimas por aquello que quise y no tuve, por aquello que amé sin ser correspondida en la misma medida, y he vuelto a sentir un extraño vacío y el alma herida por una sutil, dolorosa y subjetiva decepción

La teoría ya me la sé, incluso he escrito alguna entrada en este blog sobre el tema de la decepción cuando esperamos algo de los demás que no recibimos, olvidándonos de que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia manera de dar, nuestra propia vara de medir y, por supuesto, de sentir y expresar el amor.

Por ello, la decepción en este sentido tendría que estar totalmente excluida de mi vocabulario y, todavía más, de mi arsenal mental y emocional. Pero ¿qué quieres? Últimamente no he podido evitar sentir esa punzada de dolor, del que no me siento para nada orgullosa.

Tomo de mi propia medicina y me tendré que aplicar a mí misma aquello que tanto predico: No puedo esperar de los demás que me den más de lo que quieren o pueden y, en todo caso, no puedo obligar a nadie a que lo hagan en la forma y manera que yo deseo, juzgándolos siempre bajo mis propias esquemas mentales y utilizando mi personal vara de medir.

Así pues tendré que dejar que salgan las lagrimitas, mientras me pongo de cara a la pared por no ser capaz de aplicarme a mí misma aquellos preceptos en los que creo y con los que pretendo catequizar a los que se sienten decepcionados con la vida y con los demás, pero que a veces -como ahora- se tambalean en lo más profundo de mí misma.