Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Agua

Ayer, casi de repente, me entró el ataque de nostalgia. Nostalgia de un verano que ya se me escapa de los dedos.

Hacía varios años, demasiados, que no vivía el verano. Las estaciones se iban sucediendo una tras otra, y lo más novedoso de ellas era que tenía que cambiar la ropa de los armarios: ahora guardo los abrigos y los guantes, ahora guardo las camisetas y las sandalias.

El último invierno fue demasiado largo, demasiado duro y -sobre todo- demasiado gris. Y aunque siempre llueve o hace frío para todos por igual, yo viví mi propio invierno interior, igual de largo, igual de gris, pero mucho más duro de lo que mi piel y mis sentidos sentían cuando caminaba por la calle.

Tal vez por eso, o tal vez no, no lo sé, la primavera me pareció una de las más hermosas que recuerdo, un escándalo de praderas verdes, con cientos de mariposas revoloteando entre las amapolas y las margaritas silvestres. Una primavera que desembocó en un verano que he vivido como una adolescente.

Los veranos de mi infancia están literalmente unidos a mañanas y tardes calurosas, dejándome llevar por la corriente del río Cabriel. Mis veranos adolescentes, a las mañanas, las tardes y las noches cruzando de parte a parte el pequeño lago que tanto me ha dado y al que tanto le debo. Y, después, fue todo: el río, el lago y el mar,... ese mar... mi mar.

Ya de niña jugaba a ser una sirena y sacudía mi pelo bajo el agua, para ver como se movía y ondeaba como el de ellas.
Yo, tan animal de tierra, tan de bosque, tan de viñedos y montañas, durante una época del año me convertía prácticamente en un ser de agua, me mimetizaba con las algas, la arena, los guijarros, los peces,... me disolvía en el agua, me convertía en agua...

Pero, sin darme cuenta, durante un largo tiempo, me olvidé de todo ello. Aprovechaba el verano para hacer otras cosas; en realidad creo que mis últimos veranos han transcurrido tras la pantalla de un ordenador y, en mis ratos libres, resolviendo esos asuntos y compromisos que vamos reservando para “cuando tenga tiempo”. Perdí la cuenta de los años que hacía que no me zambullía en el agua. También perdí la cuenta de los años que hacía que no disfrutaba de mis paseos nocturnos, de tumbarme en la tierra a mirar las estrellas, de sentarme a leer un libro comiendo pipas de girasol, con una cervecita y el viento fresquito del mar que sopla en la terraza de mi casa justo cuando el sol empieza a esconderse detrás de las montañas

He vivido el verano. Un verano de agua y de sol.
Cada día, religiosamente, me he zambullido en el agua azul, cristalina, y he nadado y nadado y nadado... He jugado al balón con mi hijo y a dar volteretas; ahora, ha sido él el que me ha dicho que mi pelo en el agua es como el de las sirenas. ¡Aquello me sonó a música celestial, a infancia, a sueños, a alegría, a vida!

Un par de días se han acercado las ardillas de una pinada cercana a beber agua a mi lado. También los pájaros han picoteado a mi alrededor... y hasta las hormigas que trepaban por mi toalla me han parecido increíblemente graciosas, llenas de vida, en su ajetreado ir y venir veraniego

Es curioso como el simple hecho de retomar nuestra genuina identidad de animales y entrar en contacto directo con la naturaleza -al fin y al cabo nuestro hábitat natural- nos cambia el chip, nos reequilibra, nos armoniza con el entorno y – ¡oh, milagro!- nos armoniza también interiormente.

Pero ayer la tarde ya fue mas fría. De repente presentí el otoño cerca y, en un instante, experimenté la nostalgia. Esa misma nostalgia de antaño, de los veranos junto al Cabriel, o en el lago, o en las playas rodeadas de dunas y naranjos más allá de la Albufera...
Aunque, igual que entonces, experimenté también la sensación de que, más que un adiós, es solo un hasta luego, un volveré a vivirlo todo nuevamente, ahora toca vivir los atardeceres de otoño, la nieve del invierno...
Y cuando pienso en que me aguardan mi ordenador y mis asuntos, lo afronto todo de otro modo, con más energía, pero con más calma
Sencillamente, el verano me ha recordado que estoy viva y que no puedo, ni quiero, olvidarlo.

Mientras tanto, mi amigo Raúl, mi duende del sombrero con cascabel, continúa en su intento de despertar del todo, de ver con claridad, de identificar el azul del cielo y el rostro de quienes le hablamos. Continúa en su intento de levantar la mano para apretar las nuestras...

Pero mañana voy a ir a verlo. Voy a ir a contarle que he sentido nuevamente el frescor del agua entre mi piel, que las ardillas andaban por ahí, que la brisa que llega del mar es fresca, muy fresca...

Y le diré que cada instante estaba él en mi pensamiento, y que imaginaba el próximo verano nadando juntos, identificando perfectamente el vuelo de las mariposas y el color de las margaritas y del espliego.

Mañana iré a contarle mis sensaciones de alegría y de nostalgia; le hablaré del otoño luminoso y lleno de colores que nos está esperando. Que la vendimia está a punto de empezar, que los pájaros andan inquietos preparando su viaje hacia el sur, detrás del calorcito... Le contaré un montón de cosas que, seguro, él entenderá como nadie

Definitivamente, la vida nos aguarda detrás de cada esquina, detrás de cada paso. Y cada paso que damos supone un nuevo giro que damos a nuestra vida, dibuja nuevos paisajes y establece un nuevo trazado hacia nuestro horizonte. Incluso él, aparentemente inmóvil, a veces como dormido, sigue dando un pasito detrás de otro, avanzando hacia delante, trazando y recorriendo  su propio camino
Hay que ser conscientes de ello, de cada paso, de cada cosa que vemos, olemos o sentimos... ser conscientes y disfrutarlo, y agradecerlo y bendecirlo.

Por eso agradezco hasta la nostalgia y ese tufillo de tristeza que me deja el verano que empieza a alejarse. Lo agradezco porque es el mejor indicador de cómo lo he sentido, de cómo lo he integrado en mi piel y en mi alma.

Mientras llega el siguiente verano intentaré seguir disfrutando de cada instante que la vida, generosa como siempre, me va regalando y, ya lo he pensado, tendré que ir a comprarme unas nuevas botas de agua y de nieve, porque el año pasado andaba resbalando por la calle con mis viejas suelas desgastadas.