Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Enfrentarse a los conflictos

 
Existen personas que parecen especialistas en generar conflictos, y esto les afianza su autoestima porque se sienten seguros reafirmándose en sus argumentos, sus ideas, sus comportamientos, su actitud ante la vida y ante los demás.

Existen también aquellos que huyen de los conflictos y guardan silencio, cierran los ojos, o dan media vuelta cuando se los ven venir. Aquellos que no se implican y continúan su camino y su vida cotidiana tranquilamente, sintiéndose por ello personas pacíficas y fieles militantes de la no-violencia.

Y luego están, también, aquellos que se ven inmersos en un conflicto, que asumen su parte de responsabilidad en él, y no saben como manejarlo o, incluso, se sienten culpables por no haberlo sabido evitar o por no ser capaces de resolverlo.

El otro día formé parte desde fuera de un debate en este sentido y fui testigo de como una amiga sufría por encontrarse en este último caso.
Está claro que cualquier aportación en este sentido, no deja de ser una visión personal y subjetiva, máxime cuando no cuento con información de todos los elementos del conflicto establecido, pero si puedo afirmar que entendí el sufrimiento de aquella persona y que lo hice mío.

Ya Gandhi, el ideólogo de Satyagraha, nuestra máxima referencia cuando pensamos en la noviolencia, expresaba que cualquier cambio, personal o social, habitualmente venía precedido por un conflicto. No es fácil que en nuestra sociedad los cambios se produzcan por “generación espontánea” si previamente las posturas subjetivas que todos adoptamos no son objeto de debate, incluso de conflicto. El propio Gandhi lo generó en la India, o Jesús en Palestina. Y ambos lo generaron entre sus propios seguidores y sus discípulos.

Si partimos de la base de que cada uno de nosotros somos producto de todo aquello que nos fueron inculcando, de nuestras experiencias vitales, de la influencia de nuestro entorno, de nuestros propios miedos, y de los propios mecanismos de defensa que hemos ido generando, es lógico que cada uno, aun teniendo mucho en común, veamos y experimentemos las cosas de distinta manera y, por lo tanto, es lógico que esta visión subjetiva de nosotros mismos y de nuestro entorno genere conflictos con los demás.

Es imposible no tenerlos con nuestra familia, con nuestros vecinos, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros amigos, incluso con nosotros mismos. Pero eso, lejos de ser algo negativo, es algo necesario para nuestro propio aprendizaje, nuestro crecimiento personal, y para que, entre todos, consigamos ese punto de acercamiento, de compasión, que nos acerca a una vida de convivencia armónica.

Creo que lo negativo no es experimentar o formar parte del conflicto, sino la manera en que seamos capaces de resolverlo y encontrarle solución. Despojarnos de nuestra máscara, de esa armadura que nos pusimos para caminar por la vida protegidos bajo cualquier identidad que inconscientemente fuimos adoptando. Intentar desde el amor y la compasión (bien entendida) colocarse en el lugar de quien tenemos enfrente y establecer ese debate rico y productivo que nos ayuda a acercarnos un poco más a la Verdad y que nos aúna en lugar de separarnos.

Cierto es que este debate es a veces imposible cuando nuestro interlocutor (sea persona, grupo o nación) no está por la labor de despojarse de esa armadura que lo deja desnudo y le hace sentir frágil y vulnerable ante los demás.
También, en ocasiones, el debate acaba en un conflicto verdaderamente violento, incluso agresivo, cuando una de las dos partes se ofusca en mantener su visión y sus argumentos por encima de los demás, incluso –a veces- por encima de aquello que consideramos sentido común, incluso cordura y, desde luego, con una ausencia absoluta de respeto hacia el otro.
Y entonces regresamos a casa, como mi amiga, con una mezcla de culpabilidad y frustración por haber formado parte de un conflicto que, además, lejos de resolverse, ha marcado más distancia y, en ocasiones, ha generado un dolor inmenso en nosotros porque nos han herido en lo más hondo en aquel intento desesperado del otro por mantenerse firme en su posición a costa, incluso, de culparnos, catalogarnos, etiquetarnos de mil maneras diferentes, incluso con agresividad y de manera cruel.

¿Qué nos queda entonces? No podemos hacer otra cosa que no sea meterse en la piel de quien hemos tenido enfrente, de intentar entender qué cosas le han llevado hasta ahí, cuánto de inseguridad y de miedo, cuánto de ese orgullo y esa presunción que nos esclaviza y nos convierte en nuestras propias víctimas, ha tenido que ir desarrollando a lo largo de su vida para poder sobrevivir socialmente sintiéndose protegido y valioso.

Y cuando lo vemos ante nosotros de esa manera, nos queda la compasión y el perdón ante el dolor que nos han causado y, sobre todo, la capacidad enorme que todos albergamos de resolver el conflicto por lo menos, en nosotros mismos y retomar nuestro propio equilibrio.
La sensación de impotencia y el dolor ante la agresividad, la falta de respeto, el ataque o el insulto del otro se entremezclan muchas veces, y es lo que solemos llevarnos a casa en esas ocasiones. Pero es ahí donde tenemos que sacar nuestra caja de herramientas y utilizar ese armamento que guardamos y que actúa de bálsamo para el alma.

Tal vez la vida nos de una nueva oportunidad para el diálogo y para retomar el acercamiento entre nosotros. Tal vez, no. Pero siempre nos queda nuestra actitud de perdón hacia el otro y hacia nosotros mismos.

Lo que está claro es que la vida necesita de personas valientes, que sean capaces de caminar con la mirada puesta también en los demás, no huyendo de los conflictos, sino dispuestos a afrontarlos desde el respeto, la humildad y la compasión.

Todos aquellos que aspiramos a vivir en un mundo más pacífico, en una sociedad más justa y equilibrada, tenemos que aprender a utilizar el Satyagraha de Gandhi y asumir que el cambio rara vez se produce sin el estallido previo de la crisis y el conflicto, y que lo fundamental no consiste en huir de ello, sino en la actitud con que somos capaces de afrontarlo y las acciones que realizamos para resolverlo

Y, por encima de todo, aprender a perdonar y a perdonarnos cuando, en el fragor de la batalla, herimos o nos hieren profundamente.

A fin de cuentas, aunque nos vestimos con uniformes de ejércitos diferentes y asumimos el papel de soldados defensores de nuestras propias causas, es importante recordar que, en el fondo, todos estamos en el mismo bando, unos más adelante y otros en la retaguardia.

Desde esta certeza como punto de partida, siempre tendremos ganada, no la batalla, sino la guerra entera.