Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


MI COMPAÑERA ABIR. (IRAK)

Circunstancias personales me han llevado a recuperar algo que escribí para la web del Proyecto Ávalon-Iniciativa para una Cultura de Paz  en el año 2006
___________________________

Ella colabora como voluntaria en nuestro proyecto de paz, en Andalucía. Cubre su cabeza con un velo y a su Dios le llama Allah. Si la tristeza tiene un nombre, hoy he sabido que ese nombre es el suyo: Abir. 

Ayer, una bomba se llevó a varios miembros de su familia, en Bagdad. Una bomba que ni siquiera sabe quién puso, porque su madre le ha explicado, a través del teléfono, que ya no se sabe quién pone las bombas, que nadie sabe ya quién es el enemigo. 

—Sales a la calle y... te matan.... y uno mata a otro y uno mata a otro... 

—¿Qué hago? —me decía— ¿Qué hago? 

Y ella quiere volar, volar, volar. Quiere estar allí, junto a los suyos, y abrazar a su madre y llorar a sus muertos. No le teme a la muerte, me decía, tan solo quiere abrazar a los suyos y compartir su amor. Lo desea, sobre todo, porque a veces siente que tal vez nunca más los vuelva a ver. No siente odio. Ni siquiera sabe a quién tiene que odiar. Solo siente una terrible impotencia, y una profunda e infinita tristeza. 

Y, de repente, mientras la escuchaba, he puesto rostro a cada una de las centenares de víctimas de Irak: el rostro de Abir. 

Ya no nos manifestamos en las calles. Ya se pasó el tiempo. Como con todo, ya nos hemos acostumbrado a los muertos. Vuelven a ser, tan solo, una cifra más; y pasamos la hoja del periódico donde la reflejan buscando noticias nuevas porque “esa” ya nos la sabemos. Es la misma de ayer, tan solo varía en algo el número de víctimas. 

Pero hoy, mejor que nunca, he comprendido que esas cifras tienen nombre, y he sabido que antes de morir tenían miedo. 
Y hoy, más que nunca, he sentido su miedo, su dolor y su desesperanza. 

En este momento me sobran los argumentos y las mentes lúcidas que debaten dónde está el origen del conflicto y cuáles son sus posibles soluciones. No hay argumentos ni excusas que me valgan. Es el corazón quien ha cogido las riendas de mi lucha y él no sabe de argumentos. 

En este momento, solo quiero estar cerca de Abir y compartir su llanto y el de todas las Abir que hay en el mundo. Y, como ella, solo quiero volar hasta su lado y abrazarlas. 

El mejor consuelo que podemos ofrecer a nuestra compañera y el mejor homenaje que podemos rendir a todas las víctimas de la violencia, sea cual sea su origen, es que hoy, cuando ojeemos las páginas del periódico, pongamos un rostro y un nombre a cada una de esas víctimas y hagamos nuestra su desesperanza, su vulnerabilidad y su miedo. 

Porque solo cuando seamos capaces, de verdad, de hacer nuestros sus nombres, de sentirlos cerca, de abrazarlos allá donde estén, y sean quienes sean, estaremos preparados para sentarnos a debatir qué y cómo podemos hacer las cosas para que todo esto cambie. 

Como siempre, el cambio empieza por nosotros mismos. O lo hacemos, o aquí nunca cambiará nada. 

Hagámoslo por Abir, por lo suyos, por los otros y por cada uno de nosotros mismos.