Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


El estanque de Rozaleme.

 Rozaleme. 1995
Mi ciudad era tan hermosa como su propio entorno.

Situada en un llanura plagada de viñedos y de huertas, y rodeada de montañas boscosas por el norte y por sur. Hacia el este, más allá de los viñedos, la carretera te acercaba hasta los campos de naranjos y, un poquito más allá, al mar. Desde el oeste, el viento traía el aroma del valle del Cabriel, a cañas, melocotón y  pino.

Las tardes del mes de mayo, salíamos en fila desde el colegio y caminábamos hasta las fuentes cercanas, donde bebíamos agua fresca y jugábamos entre los chopos.

Mi calle era de tierra apisonada, con setos de flores blancas delimitando las aceras de baldosas, y árboles enormes que nos daban sombra en las tardes calurosas del verano, y en las tardes de otoño nos regalaban montones de enormes hojas, con las que jugábamos a escondernos envolviéndonos en ellas, o a hacer montañas tan altas como nosotros sobre las que lanzarnos en picado después de coger carrerilla.

En mi adolescencia, descubrí el placer de “hacer novillos” alguna que otra tarde de primavera, allá por el mes de junio. Así, cuando estaba lo suficientemente lejos de la posible mirada de mis padres desde la ventana, cambiaba el rumbo del instituto hacia el estanque del Rozaleme. Ya en las afueras de la ciudad, atravesaba un antiguo y enorme lavadero, tomaba el sendero que cruzaba la vía del tren y, entre huertas y árboles frutales, caminaba hasta el estanque  robando alguna fruta de camino.

Estanque de Rozaleme, 1975
Allí, sentados en la hierba, bajo la sombra de las acacias y los arces, algún que otro álamo y enormes pinos, entablábamos tertulias los amigos, escuchábamos música, bebíamos trinaranjus de manzana, y comíamos pasteles de merengue.
En las tardes calurosas, nos bañábamos en aquel enorme estanque de agua congelada que nacía un par de Km. más arriba, intentando nadar sin tocar el fondo, para evitar el repelús de sentir en los pies el contacto de las algas y los musgos.

Desde entonces, durante años, este lugar fue testigo de juegos y risas, de tardes solitarias de lectura, y de algún que otro beso furtivo adivinando estrellas bajo las ramas de los árboles. Cuando nació mi hija, la continúe llevando allí para que jugara con el agua cristalina de las acequias, entre libélulas y mariposas.

Pero éste no fue el único espacio en el que refugiarme para disfrutar, tanto de mi soledad como de las conversaciones y las risas con mis amigos. Cualquier camino que tomara me sacaba de la ciudad, entre huertas, árboles y acequias de agua clara. Cualquier camino me permitía disfrutar en poco tiempo de la belleza, del silencio, de los aromas de las huertas y las arboledas.

Ayer, después de mucho tiempo, volví al estanque del Rozaleme. Una carta de un amigo al que no veo hace años y en la que me recordaba aquellas tardes de pasteles de merengue, tertulias y chapuzones, me despertó la nostalgia y un vivo deseo de volver.
Y así, aprovechando la tarde soleada del otoño, propuse a dos amigas -que no lo conocían- caminar hasta allí. ¡Hacía tantos años que no volvía a ese lugar!.

Me costó reconocer el sendero, perdido entre nuevos caminos de asfalto que lo cruzan. El antiguo lavadero, claro, ya no es más que una ruina donde crecen los arbustos y las montañas de escombros.
El sendero (hoy camino asfaltado y transitable) ya no bordea las huertas, sino viñedos abandonados y extensiones áridas y llenas de hierba seca. A su vera se han construido nuevas casas, rodeadas de alambradas y perros guardianes que se volvían locos cuando pasábamos junto a ellos.
Las antiguas casitas de aperos de los labradores, hoy son espacios llenos de basuras, escombros, latas y demás miserias. Despojos que, por otro lado, nos fueron acompañando, amontonándose en las cunetas y de manera intermitente, durante casi todo el recorrido.
Mi hija jugando en Rozaleme, 1990
Pero yo seguía caminando junto a mis amigas, esperanzada. Pensaba en la sorpresa que se iban a llevar cuando descubrieran esa extensión de agua limpia y cristalina, las arboledas, el rumor del agua en las acequias... y el mágico silencio que habitaba en ese espacio.

Con esa esperanza, remontamos finalmente la pequeña colina que nos ocultaba la visión del estanque y... ¡Oh, Dios! ¡Ya no estaba...!
El estanque era tan solo un espacio vacío y hundido a nuestros pies. De aquel fondo de algas y musgo, solo quedaba tierra seca cubierta de marcas de neumáticos, y arbustos y hierbas abriéndose paso entre los botes de coca cola y los cascos de cerveza. Los árboles están muertos, en sus mayoría; algunos, talados. Y el rumor del agua en las acequias,ahora secas, ha sido sustituido por el estruendo de los camiones que nos llegaba desde la autovía.

Cosa rara en mí: no lloré. Lo único que sentí fue un vacío profundo y una rabia infinita. Rabia, rabia....
Y un único pensamiento ¿Pero que estamos haciendo? ¿En qué estamos convirtiendo, a la velocidad del rayo, nuestras ciudades, nuestros espacios naturales, nuestras vidas? ¿Qué hogar, qué planeta estamos dejando a nuestros hijos?

La calle en la que jugaba de niña hace muchos años que la asfaltaron, después de arrancar los setos que florecían en primavera y de talar cada uno de sus árboles.
La arboleda de la avenida principal, orgullo de la ciudad, está siendo maltratada, año tras año, por podas salvajes mientras las ramas están todavía verdes, respirando y alimentándose a través de sus hojas. La mayoría de los árboles están enfermos y muchos de ellos ya se han muerto. “Podredumbre”, dijo un amigo, técnico medioambiental, mientras me hacía ver los enormes chorros de líquido viscoso que resbala por muchos de sus troncos. Son como torrentes de lagrimas de dolor, como un grito desesperado de cada árbol, pidiendo ayuda. Una llamada de auxilio que nadie escucha.
Casi todos los caminos que salen de la ciudad, serpentean entre tierras de cultivo abandonadas y secas, y restos aquí y allá de plásticos, latas, escombros y otros testigos mudos de nuestra inconsciencia y nuestra barbarie.

Y, ahora, podría poner un final a esta entrada, romántico, esperanzador, nostálgico... pero no puedo, no me sale.

Lo único que siento, en medio de esta tristeza y esta rabia, es que la podredumbre de los árboles que plantaron mis abuelos, es la misma que habita hoy en la mente y en el corazón de tantos de nosotros.

Una enfermedad irreversible que acabará con el futuro de nuestros hijos si, definitivamente, no somos conscientes de que, al igual que hacemos con los árboles, nosotros mismos estamos talando salvajemente sus ramas verdes y dejándoles sin aire ni alimento.
Pero, claro, entiendo que las conciencias se desentiendan, porque, seguro, todo esto será responsabilidad de alguien que ya se ocupará de resolverlo... ¿verdad?

Lo terrible es que yo sí sé de quien es la responsabilidad: tuya y mía.

Y tengo que asumir mi parte, si pretendo que mis hijos y los tuyos puedan seguir jugando bajo los árboles, y robar algunas manzanas, camino de cualquier estanque, entre libélulas y mariposas.