Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


HOY...un dia especial

Hoy.
Hoy ha sido un día normal.

Me levanté con sueño, me preparé un café y el bocata para el cole de mi hijo, y le hice correr para que no llegara tarde, descubriendo después que, otra vez, se “olvidó” de hacer su cama.
Me duché y cepillé mis dientes, me enfundé unos pantalones y una camisa, hice las camas y salí veloz hacia mi trabajo.
Saludé a mis compañeros, revisé mis papeles, atendí a mis visitas, resolví algún asunto con los informáticos y tomé un café.
Al salir, visité a mi madre, hablamos de lo de siempre, y pasadas las 4 de la tarde llegué a casa y me preparé unos espaguetis y una ensalada.
Mientras escribo esto, a media tarde, mi hijo hace sus deberes del colegio y yo, hasta hace un momento, andaba de cara al ordenador trabajando en otras cosas (“líos” de esos que yo me busco, como me dice la gente).

Pero, de repente, se produjo el milagro... ¡comenzó a atardecer a través de mi ventana!; lo descubrí, justo, detrás, de la pantalla de mi ordenador. Y algo me retuvo ahí, mirando al infinito, perdida entre sus naranjas, rojos y amarillos, con algún retazo de azules y nubes antes blancas y, ahora, de colores.

Y, de repente, mirando ese horizonte increíblemente hermoso que se abría detrás de mi ventana, con el teclado de mi ordenador en silencio, he sentido que todo era diferente.

... Comencemos de nuevo:

Hoy:


Hoy ha sido un día especial.

Me levanté con sueño, pero con una luz increíble que llenaba mi cuarto. Aún antes de saltar de la cama, ya podía divisar el campo verde, y las montañas iluminadas por el sol de la mañana. Mientras me preparaba el café le he dado los buenos días a mi hijo que, por algún misterio inexplicable para mi, siempre amanece contento y con una sonrisa en los labios.

Mientra le preparaba el bocata, él parloteaba sin parar acerca de la foto que tenía que llevar a clase para preparar un mural. La foto que ha elegido es una de cuando era casi un bebé y lo inmortalizamos con un gorro de papá Noel, y él estaba feliz pensando que iban a colgarla en la pared de su aula.
Entretenido como andaba con sus risas y su alegría, he tenido casi que empujarle hasta la puerta para que no llegara tarde a clase y, desde el ascensor, me ha dicho adiós con la mano, todavía riéndose.

Ya, tranquila, he abierto el agua de la ducha y he sentido su tibieza en mi piel. Hay pocas cosas cotidianas tan agradables como dejar caer el agua de la ducha, levantar la cara, y sentir como resbala, tibia, cristalina, sobre los ojos cerrados.
Me he vestido rápida, con unos pantalones de color violeta y una camisa de muchos colores ...: mirada rápida ante el espejo y... ¡vale! ¡me encantan los colores alegres y divertidos!

Con las habitaciones ventiladas por ese viento que me llega desde el campo, he podido ya hacer las camas.
 La de mi hijo, por cierto, aún después de correr la cortina, se ha quedado inundada de sol de la mañana.

Al llegar a mi trabajo he dado los buenos días a mis compañeros, que me han respondido, todos, con una sonrisa. Hoy estaban especialmente contentos y compartíamos la complicidad de recordar la fiesta de despedida que organizamos el viernes a nuestro compañero Adriano  que, después de 8 años con nosotros, ha conseguido, por fin, su ansiado traslado a Valencia.

Al acercarme a mi mesa, mis ojos han tropezado con el ramo de margaritas blancas y violetas que me regalaron hace unos días. Después del largo fin de semana, seguían ahí, lozanas, sobre el mueble que hay junto a mi mesa, dándole color al estante gris, repleto de papeles y carpetas, y perfumando totalmente mi espacio de trabajo con ese olor dulzón de las margaritas que a mi compañera Mónica le marea, pero que a mí me encanta.

Al abrir mi correo, he tropezado con un mail de Adriano, aquel que despedimos entre risas y lágrimas el viernes pasado. Su contenido, tan lleno de cariño, de ternura, de nostalgia, y de una gratitud no sé si merecida, me ha conmovido tanto que, a duras penas, he podido contener las lágrimas.

A las 12 he salido a tomarme un café rápido a la cafetería de la esquina, con una amiga a la que quiero profundamente y que hacía tiempo que no veía. A mi vuelta, he recibido un mensaje suyo en mi móvil que decía: “Me ha alegrado mucho verte hoy. Ya tenía ganas de saber de ti. Te quiero.” El corazón me ha dado un vuelco y la sonrisa se me ha dibujado hasta en el alma.

Enredada con los informáticos que andaban de pelea con mi ordenador, he sido la última en marcharme. Pero, antes de irme, he escogido algunas de mis margaritas, las he puesto en un pequeño jarrón de cristal, y las he colocado con todo mimo sobre la mesa de mi compañera Marta. Mientras me ponía el abrigo, en la soledad del edificio, he vuelto sobre mis pasos para cambiar de sitio las margaritas sobre la mesa de mi compañera...”mejor aquí, mejor allá...”. Ok. Y he salido del trabajo con una sonrisa pensando que esta tarde encontraría margaritas junto a sus papeles.

10 minutos después, mi madre me besaba y me abrazaba, mientras me decía lo mucho que me ha echado de menos después de 5 días sin verme, y me ha contado mil y un problemas de esos que suelen preocupar a nuestras madres, y que parecen resolverse, tan solo, con escucharlas atentamente mientras te los cuentan.
Cuando he salido a la calle, ella se ha quedado en el balcón, diciéndome adiós con la mano, alegre y sonriente.

He vuelto a sentir el abrazo de mi hijo, que ha vuelto a casa mientras yo comía mis espaguetis con queso roquefort (¡me encantan los espaguetis con roquefort!)

He conectado mi ordenador y he vuelto a sumergirme en esos “líos que me busco”, pero que, a fin de cuentas, no son sino más motores que ponen en marcha mi vida y complementan su sentido.

Y, en ello andaba ensimismada cuando, de repente, he levantado la mirada y he descubierto ese atardecer. Ese increíble y hermoso milagro de infinitos colores que me ha hecho darme cuenta de que, verdaderamente, no hay un atardecer igual que otro... Como tampoco hay un día igual que otro.

Cada atardecer, como cada día de nuestras vidas, es especial.
Lo único que hay que hacer es detenerse, con los ojos muy abiertos, y descubrir todos sus hermosos matices.


Hoy no ha sido un día normal, sino muy especial.